Por Pedro Patzer | pedropatzer@gmail.com

Ilustración: Enrique Figna


Podríamos definir al Paraná como las manos del viejo pescador que de tanto hacer fuerza con las redes alcanzaron la rudeza y la fragilidad que tiene la palabra “adiós” dicha desde alguna orilla. Ya sea una orilla de este río, o cualquier orilla de la vida.

Mucho se ha hablado del color del Paraná, Lugones se refirió al Río de la Plata como color león, tal vez el Paraná sea del mismo color de esas valijas que ciertos solitarios arrastran de una soledad a otra o quizás al de los cuerpos de las viudas del río, o ¿por qué no?, tal vez este río tenga el color del silencio y también de la nostalgia de los exiliados, como la del poeta español, Rafael Alberti, que en su exilio le dedicó sendas baladas: “paloma del Paraná,/vuela y vámonos”. Nada como una canoa despintada o la tonalidad de la yerba en aquellas horas de espera y hambre, para poder acercarnos a su misterioso color, quizás el de los ojos tono chamamé del gurisito orillero. No faltará el que indique que este río tiene el tinte de las guitarras cansadas o el de los caballos que en alguna infancia consiguieron domar a los vientos del litoral o el de los uniformes de las guerras en las que siempre pierden los mismos ¡El Paraná tiene el color de la voz de mi padre!, indicaría un hijo del pescador ¿Pero acaso las voces tienen colores? Podría preguntar cualquier prefecto de la imaginación que quedaría mudo con sólo enterarse de que el Paraná también tiene una voz que sabe entonar canciones de cuna y amargos réquiem, porque el Paraná siempre tiene algo que decir, algo que anda entre la vida y la muerte, por eso a veces canta, otras grita, cada tanto llora y cuando se enfurece, calla.

Juan L. Ortiz, el poeta hijo de sus orillas, confesó que al ir al río, las ramas traían voces y la corriente decía cosas que no entendía. Sucede que el murmullo del Paraná pareciera querer decir todo aquello que los que pasaron por la vida, sin decir nada, hubieran querido gritar. Aunque también, a veces, recupera la melodía ancestral de la flauta india, como nos recuerda el poeta Julio Migno: “La flauta de Paikí tenía una pena/ La flauta de Paikí  ¡cómo lloraba!…no lo vi más, pero escuché a mi río/ cada vez con más cánticos, /más mensajes de estrellas en sus tardes, / sus idiomas de plata, más extraños/ con más rumor alado sus riberas, / su oleaje, en fin, con más dolor indiano, más íntimas sus noches perfumadas, / y una humana presencia en sus barrancos”.

El Paraná es un Chaplin que toma como su bastón a esas balsas que parecen libros viejos y las lleva de una aventura a otra, de una inundación a la sequía, de la fiebre del oro, a la realidad del barro. Aunque a veces sabe ser un pupitre de la escuela de la vida, si es que existe una escuela de adioses y bienvenidas, otras es una fotografía antigua que el viento de la memoria arrastra sin cesar, de una infancia a una vejez, de un nacimiento a una muerte, de una chamarrita a todo lo que calla alguien que lo contempla desde los barrancos de las y los que esperan. 

El Paraná es un río donde todos los tiempos conviven, Sebastián Gaboto sigue buscando oro y especias y fundando el Fuerte Sancti Spiritus, volviéndose un trashumante de esas aguas hecha de muchas sedes, desobedeciendo reyes. Roberto Arlt continúa a bordo del Rodolfo Aebi, buque de carga desde el que escribe sus Aguafuertes fluviales de Paraná y Haroldo Conti prosigue en el Delta creando a Boga, protagonista de Sudeste, un trabajador joven, de la cosecha del junco, que es amigo de los jangaderos y pescadores que caben en las canciones de Ramón Ayala y Jaime Dávalos. Y al mismo tiempo persisten los gauchos federales colocando cadenas de una orilla a otra, para que la flota anglo francesa no pudiera pasar, y si bien la escuadra extranjera logró atravesarlas, esta resistencia marcó una identidad argentina, la de la resistencia como aquellas dos veces en que los ingleses fueron echados por el pueblo en 1806 y 1807.  Hay algo que los y las libres de esta tierra siempre escriben sobre sus ríos, y es un documento de emancipación tan inconmensurable, que sólo puede redactarse en el agua. Aunque también el Paraná es una carta de amor a la deriva que tiene como destinatarios a quienes nunca pierden su destino de mar. Porque el pueblo guaraní bautizó a este río, como: “el que se parece al mar” («para», mar; «ná», semejante), pero no sólo por sus extensión, también por su misterioso espíritu,  aquello que Juan José Sáer, describía: “El río, a pesar de su desmesura geográfica, con su profusión de recodos y de acontecimientos, es más vasto e inabordable no ya que Holanda, sino que el universo entero”.

Hay quienes afirman que cada tanto el Paraná camina y se echa andar sobre las ciudades, dándole más pobreza a los pobres, él que siempre se la ha quitado con sus panes de agua, sus sábalos y dorados, a veces invade en forma de inundación y otras, le da por marcharse barro adentro, y es entonces cuando la sequía todo lo interpela y las horas se parecen a los huesos y los muelles a todo lo que calla el desierto. Aunque no le echemos la culpa al Paraná por todas las cosas que la humanidad hace para atentar contra su vida, para hacerlo un río sediento, un río famélico, un río invisible. El calentamiento global, la deforestación de la selva, entre otras atrocidades, han hecho que el Paraná padezca una bajante histórica ¿Será, acaso, el Paraná una nueva conciencia, un alarido de la naturaleza, una denuncia de la Pacha, una advertencia hecha con el agua de la memoria y del porvenir?

Para muchos el Paraná es un padre, un hermano, un amigo, sin embargo están quienes lo consideran un hijo, un hijo rebelde que los interpela con sus juguetes, con sus memorias, con sus canciones.

Ante tanta incertidumbre, ante tantos náufragos de tierra, conviene mirar al Paraná, y comprender que el río siempre tiene algo que enseñar, que el río siempre tiene una respuesta, que el Paraná jamás olvida. 

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