Los ladrones de la identidad también nos han querido robar la poesía, porque la poesía es el lugar de encuentro de los pueblos, como los ríos. Ambos nos alivian la sed, la sed física y la espiritual, la sed que nos hace hombres y mujeres de las orillas de la vida.
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La poesía argentina que tiene como poema nacional a un gaucho matrero y payador que decide cantar su pena extraordinaria al compás de la vigüela. Ese gaucho que fue considerado “bárbaro” por los “civilizados”, es decir extranjero, él que junto al indio era originario de esta tierra. Que Martín Fierro sea el protagonista del poema nacional es una metáfora de la poesía como resistencia de la identidad. Nuestras vidalas, nuestras bagualas están hechas del oro de las coplas populares, nuestras nanas y nuestras alabanzas con las que despedimos a nuestros muertos también, la poesía popular nos acompaña desde que nacemos hasta que nos hacemos río. La presencia de la poesía popular custodia el alma de Argentina hecha de muchas argentinas, de ese país que es imposible confundir pese a tantas crisis.
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Los espejitos de colores han intentado borrar los auténticos rostros del alma del pueblo. Esos rostros son peligrosos ya que nos invitan a consumir para hacer, a imitar para pertenecer. Esos rostros llevan las llamas, no sólo de los siglos de lo que fuimos, sino del gran sueño de lo que queremos ser.
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La palabra popular, no la masiva, la popular, la que no se alquila, es hermana del agua, de ese auténtico espejo que nos mira desde el río que viene desde lejos, desde nuestros interiores, y que peregrina hacia el gran mar.

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