Por Pedro Patzer | pedropatzer@gmail.com

Ilustración: Enrique Figna


Un hombre cae en la calle. La gente se acerca. Comprueban que ha muerto. Llaman a la policía, a la ambulancia pero nadie se da cuenta de que el reloj que el muerto tiene en su muñeca sigue funcionando: Tic.Tac.Tic.Tac….y también prosiguen los sonidos de las cosas que no están del todo vivas, aunque tampoco del todo muertas: el teclado de los que hacen los certificados de defunción; las cucharitas con que las empleadas preparan el café, irónicamente dulce, de los velorios; las bolillas de los números que salieron en la lotería que quedó vacante;  las extensas conversaciones de los que nada dicen; los taxis vacíos en la noche;  los buenos modales de los verdugos profesionales;  el eco callado del templo sin nadie;  los semáforos en verde en calles desiertas;  las charla del clima en los ascensores;  las veces que los ingratos se perdieron la posibilidad de dar las gracias;  los mensajes que nadie descifra que dan los chirridos de las viejas puertas;  las acciones que merecen ser clasificadas con la palabra «etcétera»; el ala del ángel despintada en la modesta capilla donde los que van a repetir de memoria la oración olvidaron prestarle atención a las alas; un pasacalle caído y descosido que dice: «Te quiero».

En medio de ese tiempo, de caballos que cruzan el disco -que nada tienen que ver con aquellos corceles de calesitas que nos hacían cabalgar siempre por lugares distintos- y de “campeones” que jamás se vencieron a sí mismos, hay gente que nos recuerda que hay un tiempo extraordinario que no consiguen medir el reloj que en la muñeca del muerto sigue funcionando. Es el tiempo del río, del cerro, del viento, del árbol, del volcán, de la lluvia, el tiempo en el que la creación humana se conecta con la divina. El tiempo humano que dialoga con el universo, el tiempo de la Pacha, el tiempo extraordinario, en el que los rostros se vuelven vino y las ausencias se tornan sed, y los hechos que apenas duraron segundos tienden a durar noches de insomnios o días de felicidad, el tiempo de los y las que buscan la libertad.

Picasso solía ponerse un despertador cuando comenzaba a pintar -y tenía luego que acudir a una cita- ya que solía ingresar a un tiempo tan íntimo que las horas según las secretarias o los recordatorios de los calendarios no cabían en ese estado al que el pintor español se entregaba, por lo que necesitaba ese martillazo del despertador, el mismo que recibe el juez y la oficinista, pero él lo precisaba para volver al insomnio del mundo, donde las cosas la piensan los mortales, ensayando una torpe inmortalidad. «Jacqueline: mira a ver si hay papel y pinceles», le dijo Picasso a su esposa el mismo día que iba a morir. Es que ese hombre que ya estaba muy enfermo había descubierto que el humano puede evitar el tiempo en el que el espíritu envejece y sumergirse en las horas extraordinarias. La jugada de Maradona que terminó en el gol a los ingleses, no duró más que veinte segundos, sin embargo, puede durar siglos, o acaso cuánto es la duración de Hey Jude o Luna Tucumana, o de un encuentro amoroso entre dos cuerpos que se burlan de los árbitros de boxeo que cuentan hasta diez, y de los gritos de los operadores de la bolsa que habitan en el mismo tiempo que se puede dibujar una nota musical en un pentagrama, aunque ellos son mero ruido. Carlos Castaneda nos enseñó que una de las maneras de vencer al tiempo es con el silencio interno.

Sólo los niños y los ancianos comprenden la verdadera dimensión del tiempo, tal vez por estar a orillas de la vida. Ser anciano es una acumulación de tiempo, aunque unos versos del poeta E. E. Cumming nos proponen otra visión de la vejez y la juventud: “Quienes no oyen a las avecillas cantar pueden llamarse viejos…pues los hombres que tienen razón no son jóvenes”. Fíjense qué interesante, el no conseguir apreciar el trino de los pájaros no te hace joven, y el ser una persona que se cree que tiene razón, te hace viejo. ¡Cuánto tiempo se pierde entre gente que vive para ganar discusiones, y que sus argumentos (hijos del copiar y el pegar) no les permite escuchar a los jilgueros! Borges adoraba aquella idea del tiempo de Heráclito que nos decía que nadie puede bañarse dos veces en un mismo río , porque aunque aparentemente el río es el mismo, sus elementos, su cauce, el agua que corre por él, han cambiado, pero sobre todo el mundo y nosotros hemos cambiado. Sin embargo, cualquier habitante de las costas del Bermejo y del Pilcomayo, no estarían de acuerdo con esta idea de Heráclito, para ellos siempre es el mismo río, ya que es el mismo tiempo hecho agua, con todos los hombres y mujeres que algunas fueron río, con todos los cantos de ayer y hasta con los de mañana.

Jaime Dávalos le dedicó al tiempo Vidala del nombrador, en la que aparece esta idea: “Soy el que en la espuma del río ha´i volver, paisaje vivo mi canto es el agua, que por la selva sube a florecer”. Yupanqui nos propone entender el tiempo del humano como un deambular cósmico: “Y así voy por el mundo, sin edad ni destino./ Al amparo de un cosmos que camina conmigo./ Amo la luz, y el río, y el silencio, y la estrella./ Y florezco en guitarras porque fui la madera”. La mayoría de la gente ha descubierto en la pandemia que antes de ella, estaba habitando un tiempo artificial, el tiempo de las cosas sin tiempo. Sin tiempo extraordinario. ¿Cuántos kilómetros camina un padre que quiere hacer dormir a su bebe en sus brazos? ¿Cuánto dura una canción de cuna? ¿Acaso podemos decir, que cuatro minutos, o dura lo que la vida de ese bebé? Del mismo modo una alabanza santiagueña que despide a su muerto, suele perdurar toda la vida del que lo recuerda. ¿O acaso el otoño en los ojos del poeta tan sólo dura una mirada? El tiempo extraordinario que se inicia en la siembra y se acaba en la cosecha, el tiempo que comienza en los carnavales y acaba en la cuaresma, el tiempo del sueño y el tiempo de la fe ¿Acaso una hora dura lo mismo para un condenado que para un enamorado? Una torpe profesora de gramática cierta vez dijo que era incorrecto decir «las horas largas», ya que todas las horas duran lo mismo. Lo que la señora, especialista en la palabra momificada, ignoraba es el funcionamiento del tiempo de los que esperan, del tiempo de los que crean, del tiempo de lo que no se resignan, que es el mismo tiempo de los que aman.

Para los griegos, Crono era el Dios de las edades, la personificación del tiempo. Para los que no conocen la mitología griega, pero aprendieron algún secreto de la vida, el tiempo es el paso que siempre damos hacia adelante mientras cantamos todo lo que hemos llorado, como decía el poeta Diego Holzer, y soñamos todo lo que podemos llegar a ser.

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