Ocho horas y media. Ese es el tiempo que tarda un micro en llegar a Rosario desde Capilla del Monte. Es un montonazo. Pero a la vez es muy poco tiempo para pensar y definir cuestiones medulares de la historia de las personas. ¿Se puede llegar a destino en ocho horas y media? Sí, claro. ¿Se puede definir si un tipo cualquiera como Juan, con mil indecisiones para entablar una relación de pareja, va a elegir, al menos, proponerle a Maite (hay que ver si a ella le interesa) compartir una vida juntos? No, por supuesto que no. Juan estaba arriba del bondi, en medio de la ruta de regreso a su ciudad, y tenía un montón de imágenes en la cabeza. Fotos, instantáneas, escenas, voces, charlas, situaciones inútiles y momentos memorables. Todo a la vez. Necesitaba sacar en limpio lo que le hacía ruido. O, mejor, quería ver cómo hacía para que ese ruido se transformase en sonido. Por ahí iba la cosa.

La cena juntos en La Montañita fue una noche soñada. Ella pidió media boga despinada al roquefort con papas rejilla, él media tira y un chorizo con papas noisette. Se tomaron un malbec rico, cuya marca ya olvidó, un budín de pan con dulce de leche “con dos cucharitas”, siguieron dos copitas de champagne y a pedir la cuenta. Todavía le quedaban en la cabeza las palabras de Maite, de siempre, de «tomá cuatro mil, no pagues todo vos, y dejale buena propina, eh, que a vos te cuesta darle algo al mozo». Y ahí vino una mini peleíta, porque fue bien chiquita, y pasa siempre, las cargadas, la risa, las miradas, los códigos. Y acá está el punto clave. Los códigos. Mientras miraba el cartelito que decía Rosario 350 km Juan pensaba en los códigos que tiene con Maite. Incluso en la intimidad, como en esa despedida en ese cuarto de hotel que, al llamarse La Posada del Infinito, parecía que le daba un aire más místico al sexo, a los mimos, pero, sobre todo, al quedarse dormidos abrazados toda la noche. Código de cucharita.

De repente se acordó de ese cartelito que habían comprado en un viaje a Valeria del mar con la frase de Pappo: «Nada como ir juntos a la par». Y esos códigos con Maite estaban, están y estarán siempre. Y el rock siempre es el hilo conductor. En pleno auge de la serie de Fito en Netflix, Maite y Juan descubrieron en Capilla que la relación de ellos también era El amor después del amor, porque tanto ella como él habían tenido un amor platónico terriblemente hermoso, valga el oxímoron, a los 17 o 18 años, y eso había quedado bien guardado, y cuidado, en algún rinconcito de la biopic de cada uno. Pero los dos sabían que esto era fuerte de verdad, entraba en otro registro, con más intensidad, con más realidad, con más pies en la tierra y a la vez con más alas para volar. ¿Se entiende? Es raro sí, pero es eso.

En un rato, Juan se dio cuenta que su pensamiento se había detenido. El cartel verde de la ruta le daba la explicación. Rosario 50 km, ya estaba llegando y se había quedado dormido tres horas. Miró el celular, tres mensajes de Maite. «Hola amorcito, ¿todo bien?», el primer mensaje. El segundo media hora después: «Mmmm, o no tenés señal o te quedaste dormido, me la juego por lo segundo, jiji». El tercero, una hora después: «Avisame cuando llegues, no te olvides que te quiero». Juan se sacó una lagaña del ojo izquierdo, se comió un caramelo de goma porque sentía que tenía la boca seca después del sueñito, la relojeó a la chica que estaba sentada al lado y ahí descubrió que tan mal no estaba, aunque ni la miró porque la piba no se sacó los auriculares ni un segundo y no paraba de comer chizitos de queso en todo el viaje, olor que odiaba más que nada en el mundo.

Ocho horas y media de viaje. Terminal de Ómnibus Mariano Moreno a la vista. Mucho tiempo para un viaje, pero hay otro más largo, que demanda un equipaje más pesado, o más liviano, ¿quién lo puede definir? Es difícil saber qué tan lejos queda Maite de Juan, o qué tan cerca está Juan de Maite. En el mundo de las matemáticas dicen que la distancia entre dos puntos siempre da cero o un número positivo, y en términos geométricos que la distancia más corta entre dos puntos no siempre es una línea recta. Pero en el mundo de Maite y Juan no hay reglas, ni teoremas de Pitágoras, ni ecuaciones mágicas. Hay un universo de un nombre dudoso, que algunos llaman amor.

Escena 57, Juan está entrando a su depto y lo primero que hace es mandarle un mensaje a Maite: «Llegué bombona, gracias por el amor». Escena 58, Maite responde con un avatar de ella con un corazoncito de fondo. Juan se ríe sin saber de qué. Escena 59, comedor, Juan mirando hacia la ventana, de fondo suena Nada es para siempre, de Páez, en la voz de Fabiana Cantilo. Antes de viajar había buscado en Google la página de Ruta Cero para calcular los kilómetros, el recorrido, el tiempo, todo eso. Ya estaba de vuelta, pero él seguía ahí. En la Ruta Cero. Escena 60, Se viene otro viaje.

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