Capilla del Monte tiene un perfume distinto al de Rosario. Fue lo primero que percibió Juan cuando el Sierras de Córdoba estacionó en la plataforma 14 de la terminal de Capilla. No la llamó a Maite, le contestó un par de mensajes tipo telegrama porque tenía miedo que se le escapara la sorpresa y no le gustaba mentirle. Soñaba que ella apareciera en la terminal con un cartelito con la frase “Bienvenido, te amo Juan”, pero eso pasa en las burdas películas pochocleras, jamás sucede en la vida real, y menos si la que debería escribir el cartelito no tiene la más puta idea de que el tipo va a viajar de Rosario a Capilla, como en este caso. Juan tenía un dato preciso: la dirección de Chucherías. Una vez Maite le había pedido que vaya al correo para mandarle una encomienda al negocio de su amiga cordobesa, y él había anotado la dirección en un papelito, vaya uno a saber por qué, pero el dichoso papelito estaba guardado en la mesita de luz. Peripecias del destino.

Antes de pasar por la Posada del Infinito, donde había reservado alojamiento, Juan se fue de una, con valija y todo, a la calle Diagonal Buenos Aires 75, sí, en La Techada, como no podía ser de otra manera. El centro comercial de Capilla son dos cuadras pintorescas donde va todo el mundo, simplemente porque todo se vende allí, en dos cuadras que tienen la particularidad de ser una calle techada, por eso todos conocen esa zona como La Techada. Es una pavada, parece una pavada, pero es algo tan simbólico y tan simpático que resulta sumamente seductor. Juan había ido con su familia a ese lugar cuando era chico y lo tenía bien guardado en el Libro Gordo de sus recuerdos imborrables. Eran las 10 y cuarto y Chucherías recién abría. Juan le vio los rulos a Maite y empezó a transpirar en la nuca, como siempre le pasa cuando se pone verdaderamente nervioso. Ella estaba tomando mate y hablando con un tipo pintón, y él ya flasheó que curtiría con el tipo, que ella se había ido allá para buscar nuevas experiencias y toda la boludez. Pero no, ella lo atendió con la distancia respectiva que ameritaba la ocasión, como esos 50 centímetros que toman los boxeadores en medio de la pelea, le envolvió el paquete con la agenda 2023, le ofreció una cálida sonrisa en el momento de entregarle el ticket, le dio un sorbo a su mate y le dijo «muchas gracias, que tenga buen año». Toda esa situación la vio desde la puerta, vidrio mediante, como si fuera un chico que está espiando a la chica que le gusta por el ojo de la cerradura.

De pronto , una señora entrada en años intenta abrir la puerta de Chucherías pero no puede porque Juan está ahí, paradito mirando desde afuera para adentro como deseando un juguete que no va a poder comprar nunca.

– ¿Va a entrar, señor?

– No, no, gracias, estaba viendo algo desde acá para comprar otro día.

– Pero, pase, pase que la chica es re atenta, ella lo va a guiar.

– Mpsee…grac–, gracias, muy amable, ya entro.

El tipo ya se había ido, Maite escuchó que alguien charlaba en la puerta, la mujer entró, Maite lo miró a Juan pero no lo vio. Juan se desesperó.

– Hola, Maite, soy yo.

– ¿Juan? Hola, mi amor, viniste…

Juan largó la valija, la puerta quedó entreabierta, la mujer que había hablado con Juan dejó de mirar regalos para detenerse en esa escena, sentía que estaba viendo Cuando Harry conoció a Sally y casi se le pianta un lagrimón. Sobre todo cuando vio que Maite se largó a llorar como si hubiese pasado una vida sin ver a Juan, quien tampoco se quedó atrás y con los ojos brillosos le besaba las mejillas, la frente, los labios, la cabeza, estaba como loco. En medio de ese episodio romántico apareció Marcela, la amiga y socia de Chucherías, que no necesitó explicaciones, entendió toda la película en un minuto.- Hola Juan, mucho gusto, al fin te conozco, Maite habla todo el tiempo de vos.

– Hola, vos debés ser Marcela, ¿cómo estás? Perdón este lío que te armé en el negocio.

– No, nada de lío, pero vayan que deben tener mucho que hablar. Maite, tomate el día, yo me quedo, dale.

Maite todavía tenía el mate en la mano, bah, lo que le quedaba del mate, porque tiró yerba, bombilla y termo, por suerte irrompible, cuando lo vio llegar a Juan.

– ¿Querés dejar la valija en la casa de Marce?

– No, acompañame a la Posada del Infinito, alquilé ahí por una semana.

– ¿Te quedás una semana? Me muero. ¿Pero cómo hiciste con la radio?

– El Panza, Maite, como siempre, al pie del cañón, es más, venía por tres días y me aconsejó que venga siete, un fenómeno.

– Uy, ya lo extraño al Pancita, qué genio. Bueno, vamos, te llevo la valija.

– No, dale, la llevo yo, caminemos un ratito por acá y vayamos charlando mientras miramos la montaña.

– Dale,  a dos cuadras hay un bar relindo, ¿nos tomamos un cortadito?

Juan la miró, soltó la valija y la abrazó fuerte. En esa invitación percibió algo tan cercano que le sacudió el cuore. ¿Cuántas veces te dicen «nos tomamos un cortadito» y no te pasa nada? Juan sintió que podía mirar su propio paisaje desde lo alto de su montaña. La pispeó a Maite y ella respondió con una media sonrisa. Todavía sentía raro el aroma de Capilla. Quizá, como canta el Indio, era el perfume de la tempestad.

 

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