Llegó octubre, tenía que llegar. Y también el día y la hora en que Maite se tenía que tomar el micro en dirección a Capilla del Monte. Sale hoy, miércoles, a la 1 de la mañana, por la plataforma 35 de la Terminal de Ómnibus y viaja en el Sierras de Córdoba, semicama. Juan la pasa a buscar a Maite por el depto, le pregunta si no se olvidó de ningún bolso, si lleva la almohadita que a ella tanto le gusta, si tiene el pasaje y el DNI, y que no se olvide los anteojos de sol, pero menos los de ver. La ve linda, más linda que nunca, como cuando uno ve a alguien que está perdiendo. Siempre vemos a esa persona más bella que nunca cuando la estamos por perder.

Pienso/que estamos como el/amor que se echa a perder/violamos todo lo que amamos/para vivir”. El tema Total interferencia, aquel de Piano bar, se le vino a la cabeza. Era un tema que siempre cantaban con Maite, y las veces que lo habrán coreado en algún show juntos. Es tristongo, claro, pero un temazo imperdible de Charly. La Terminal de Ómnibus es siempre triste cuando uno no viaja. Es horrible acompañar a alguien, no porque uno no quiera que disfrute, nada de eso, sino porque el que se va está en una sintonía de disfrute y uno, cuando el micro sale de la plataforma, queda solito, en total interferencia. Encima es de noche y los fantasmas de la Terminal aparecen todos juntos. Desde el fantasma de la inseguridad, ese que te avisa que ojo con aquel tipo, que está sin bolsito, y mira raro, que no te vaya a chorear el bolso, ¿a qué vino acá si no tiene ni mochila? Y no, capaz que vino a esperar a alguien, como si fueras vos, no viaja, y uno la fantasmea, claro. Después están los fantasmas propios, el del chico que viajaba en micro a Bariloche, que no era otro que vos, que él, que yo, cuando teníamos 17 apenas cumplidos y los sueños eran tantos que no había manera de contarlos.

En medio de todos esos pensamientos, mientras en un negocio venden libros, en otro galletitas, en otro alfajores y en otro recuerdos con la frase «Yo soy de Rosario», en medio de ese paisaje insondable, ajeno, cercano, raro, no lugar, todo junto; ahí, justo ahí, está Maite, con su entusiasmo genuino. Porque ella también se va de viaje en busca de un sueño. El de progresar, el de descubrir otro aire, el de arrancar de nuevo en otro espacio, en otra ciudad, con otra gente, para seguir su proyecto de Chucherías pero también para seguir creciendo, como cuando emprendemos todo viaje. Viajar es crecer. Y ella tiene ese brillo en los ojos. Es hermoso verla feliz, claro. Pero Juan no puede ocultar su sentimiento. Porque dentro de esa elección, de esa montaña de Capilla, de ese proyecto, de ese sueño, hay algo dentro suyo que se quiebra. Porque la distancia mete miedo, es más que un fantasma. Mete mucho miedo. Es obvio que no es una pérdida definitiva, porque lo único definitivo es la muerte, pero Juan siente que en ese Sierras de Córdoba semicama, algo se pierde.

En esa noche fría y ventosa, en ese saludo con el beso mordiéndole los labios, otro desde el colectivo y hasta con el corazoncito dibujado detalladamente con la uña sobre la ventanilla después de empañar el vidrio, risa incluida por lo kistch de la situación. Todo, todo eso, que uno disfruta un poco también, es lo que se va. Se va y nadie sabe cuándo volverá, y casi imposible que vuelva de la misma manera. Para el que maneja el micro es otro viaje más, el chofer tiene dos viajes a Córdoba todos los días de su vida hace 20 años. Para Juan es como una pequeña muerte. Está desgarrado por dentro. Tiene ganas de llorar, pero no quiere empañarle el vidrio del corazón a Maite. Y se muestra como ese gladiador herido en batalla que tiene una lanza clavada en la espalda y sigue con la misma sonrisa para que no decaiga el humor de la tropa. Maite lo conoce y le descubre un brillito en la mirada. «¿Estás llorando?» le pregunta por mensajito desde el micro. Y él le hace un gesto de que llora a mares, y gesticula, y payasea en un alarde grandilocuente, tanto que el nenito que está al lado con su mamá primero lo mira raro y después  se larga a reír. Maite lo conoce y sabe que lo hace para zafar de ese momento incómodo. Le dice «te quiero bombonazo, te voy a extrañar» y gesticula abriendo bien la boca, como en Dígalo con mímica para que a él no le queden dudas de lo que le está diciendo. «Yo también» le dice él, mientras el micro arranca y, lentamente, sale de la plataforma 35 hasta que se pierde de vista.

Juan baja la cabeza, resignado, mirando la nada. El pibito que antes se reía con sus monadas, le pregunta «¿De qué cuadro sos?». «De Central», dice Juan. «¿Y tu señora que se fue en el colectivo?». Juan lo miró, le tiró una sonrisa, le hizo un gesto de «qué se yo» y arrancó la caminata rumbo a su Focus. Los fantasmas de la Terminal volvían a dar vueltas, arriba, abajo, adentro de Juan. Y había uno que se le dio por cantar una de Fito: “Tu me pierdes a mí/ yo te doy por perdida/ Es la hora de huir, la despedida” le suena en la cabeza. Y después repite, cantándola, sorprendiendo al mozo del bar de la terminal, la otra parte que dice “Tienes que correr, tienes que correr, a toda velocidad, a toda velocidad”. Y se fue corriendo.

 

 

 

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