El bajista habla de su flamante disco Chamamé, que pudo editar tras una espera de once años. También habla de la reedición del primer disco de La Banda Latina (1988), la agrupación que conformaba antes de acercarse al folklore: “Hice algo parecido a lo que desarrollé con el chamamé, pero con la música afrocubana”.
Un bajo eléctrico de seis cuerdas emerge de los ríos y de la selva: conecta emocionalmente con el Litoral, se proyecta en esos sonidos y vibra en su corporeidad. Willy González busca, más allá de la razón, sus lazos vivenciales con el Nordeste: los plasmó en su disco Chamamé, que había grabado en 2014 y que finalmente pudo editar -tras años de anhelos- el 24 de enero de 2025. ¿Cómo brotan las palabras del sentimiento? Dice el bajista: “Yo estoy enamorado de esta música y me emociona. Es algo que se siente en el cuerpo. Y cuando eso llega, uno lo quiere compartir con los demás”.
Celebrado bajista porteño de seis cuerdas, compositor y docente de raíz folklórica de vanguardia, Willy González sigue explorando a sus 58 años sus lazos con las tradiciones argentinas -en movimiento-: cada uno de sus discos es un nuevo pie a los enigmas revelados en la música popular. Y el flamante disco Chamamé, que comparte con Abel Tesoriere (en guitarras), Lucas Monzón (acordeón) y Mario Gusso (percusión) es el cálido viaje de Willy González por los misterios del mundo litoraleño en once obras -clásicas y nuevas- teñidas de río, selvas y montes. ¿Cómo comenzó esta indagación? ¿A dónde lo lleva?
Responde González: “Yo creo que es una cuestión de amor. Si uno se enamora de lo que está tocando e involucra toda su biología en poder conectarse con esa música, eso se transmite. Y para tocar los sonidos del Litoral hay que estar enamorado de ese lugar: para conectarse con esa impronta, con esa llevada y esa retirada del río. Por ejemplo, el rasguido del chamamé lento remite a un río sereno y a una geografía que enamora. Y eso hace que el músico se exprese, ya sea nativo o que haya llegado a esa tierra después”.
González revela que el disco Chamamé lo conecta con una vivencia muy fuerte que había tenido a sus diez años. ¿Cómo la recuerda? “Se me pone la piel de gallina -dice el músico-. A esa edad fui de vacaciones a Misiones con mis padres y cuando fuimos al Parque Nacional Iguazú me encandilé tanto con la selva que me escapé, sin saber los peligros que corría. Mis viejos me buscaban endemoniados por las pasarelas: ‘¿Dónde está Willy?’. Y Willy estaba en el medio de la selva, fascinado con ese silencio que había ahí. Fue muy fuerte mi conexión con la geografía y con la cuestión emocional de la naturaleza”.
Y esa misma conexión emocional “fue la que me llevó muchos años después a viajar a Misiones para tocar en defensa del monte nativo, porque se estaba talando mucho monte y se estaba poniendo pino. Fui testigo de una serie de atrocidades en la región y fuimos con mi cuarteto a ese festival, que se hizo para que la gente tomara conciencia. Vino la cantante Micaela Vita de invitada y estuvo Raúl Carnota. En esa movida conocí a Mario Prieto Linares, el letrista de Yasí Yateré, un tema que salió en mi disco Agua, en 2007”.
Sigue evocando González: “También en ese entonces conecté con el cantautor Joselo Schuap, que es el actual Ministro de Cultura de Misiones. Él me llevó a conocer los espacios no tan turísticos, donde está la naturaleza virgen, y me contó la historia del Yasí Yateré, la leyenda guaraní del duende que roba niños a la hora de la siesta. Por eso tengo una conexión extremadamente fuerte con el río, con la selva, y eso forma parte también del gran amor que tengo por el folklore. Yo en 1995 rompí filas con la música gringa, con el jazz-fusión, y dije: ‘Quiero tocar la música que tenga que ver con mi tierra’. Y el Litoral es una parte muy importante de ello”.
Por eso dice González que en sus discos siempre había habido una parte litoraleña: “En el álbum Zamba para la compañera, de 1997, hago un par de temas con el pianista y acordeonista Néstor Acuña. En el disco Pergamino, de 1999, hay un par de temas con el Chango Spasiuk, por ejemplo. Y así llegué a Chamamé, este disco integral de música litoraleña, con tremendos jugadores como Lucas Monzón, Abel Tesoriere y Mario Gusso, un compañero de ruta de tanto tiempo. El otro día escuché el disco entero y me acordé de una cosa que siempre dice Pedro Aznar: ‘Yo hago los discos para elegir escucharlos’. Y me dije a mí mismo: ‘Yo escucharía este disco’. Así que estoy muy feliz”.
El disco Chamamé es una grabación original de 2014: “Desde ese tiempo hubo un par de problemas con los sellos y con distintas cuestiones; se fue demorando, hasta que dije: ‘No puedo dormir más este material’. Así que llamé a Mario Gusso para que me metiera unas percusiones, conseguí a un productor para que pagara la masterización, y lo terminé. Es una reconciliación de una energía de 2014”, siente González.
–Todas las músicas folklóricas argentinas son polirritmias. Pero, ¿qué tiene de diferente la música litoraleña para que te seduzca tanto?
–La diferencia es que la música del Litoral acentúa en el 1 del compás. Y eso cambia toda la órbita de las notas que se generan. La otra diferencia es que aparece la semicorchea. Por ejemplo, la semicorchea es una figura que no es habitual en la chacarera, pero sí en el chamamé. Esas sutilezas cambian la respiración de todo, porque, al acentuar en el 1 del compás, el toque del bajo no tiene absolutamente nada que ver con la música del Noroeste. La melodía toca en semicorcheas y la mano izquierda del acordeón acentúa la segunda corchea de la negra con punto. Si nosotros tenemos el 1, 2, 3, 1, 2, 3, esa mano izquierda genera también otra energía, que hace que las órbitas sean completamente diferentes. Y acentuar al modo del chamamé es cambiar absolutamente el lenguaje, aunque sea el mismo país.

El disco Chamamé retoma músicas grabadas en 2014. Fotos: Gentileza del artista
¿Cómo aparece, allí, el toque de bajo de seis cuerdas de Willy González? ¿Cómo dialoga con esa rítmica y hace hablar, con armonías y melodías, al instrumento? “Lo que yo trato de hacer es inspirarme no solamente en el bajo, porque el bajo es una función, ¿no es cierto? También uno puede tener una función de acompañamiento, sin estar tocando exactamente lo que toca la sección rítmica. Sí hay que salir desde ahí y volver hasta ahí, pero en el medio es como un defensor en fútbol que además colabora con el ataque. Entonces, el bajista de seis cuerdas, que pasa a la armonía, no pierde la llevada del chamamé, del rasguido doble o de la chamarrita, pero puede aportar armonías y contramelodías. El bajo de seis cuerdas suma desde muchos otros lados”.
Y a esas ideas, en el bajo, “yo las tomo de la mano izquierda del acordeón, del bordoneo de la guitarra, del contrabajo y de las percusiones que se han desarrollado en los últimos años. El percusionista Cacho Bernal, con quien yo toqué en febrero para presentar un libro de improvisación que estoy escribiendo desde 2022, es un gran artífice de toda esta música y él hizo todo un desarrollo de su modo de tocar que nos influencia a todos”.
–¿Cuál es tu relación con los padres fundadores del chamamé, como Tránsito Cocomarola, Isaco Abitbol, Ernesto Montiel o Damasio Esquivel?
–Lo que a mí más me engancha de la vieja escuela es cuando ellos tocan temas instrumentales: tienen la magia del monte, la magia de la región. Cuando van a lo cantado se me hace un poco más rígido, porque el canto aparece como algo demasiado heroico. En las generaciones posteriores el canto fue mucho más dulce, con influencias del Brasil y de algo mucho más cercano al río. Por ejemplo, Isaco Abitbol para mí es un maestro de la sencillez. Hay una anécdota hermosa de Astor Piazzolla y Pichuco Troilo, que estaban ensayando en un estudio en Buenos Aires y en el estudio de al lado estaba grabando Isaco Abitbol. Astor y Troilo se asomaron a ver qué estaba pasando y quedaron maravillados con las posibilidades que tenía Isaco de tocar la misma melodía en el bandoneón, con las dos manos, con sus variaciones, y de decir cosas muy sutiles. Eran cosas que ellos nunca habían escuchado. Ni qué hablar Ernesto Montiel, que era un virtuoso. En su época fue un revolucionario y me encanta escucharlo, porque tiene temas instrumentales que me vuelan la cabeza.
–¿Qué fue lo más lindo y lo más desafiante de haber hecho el disco Chamamé?
–Lo más lindo fue descubrir las composiciones de Patricio Hermosilla, aportadas por Lucas Monzón. También, poder tocar las propias composiciones de Lucas y los tradicionales Alma guaraní, Posadeña linda o El hornerito. Creo que esos temas llegaron a completar una emocionalidad que yo tenía en mis propias composiciones, que forman parte, más o menos, de la mitad del disco. Son reversiones de obras que grabé en otros trabajos, pero todo acá es bien litoraleño, bien palo y a la bolsa, para tocar esta música como se debe. Abel Tesoriere y Lucas Monzón se entendían perfectamente, ya por conocer el estilo. Yo estaba más de visitante, pero ya en el segundo ensayo estábamos todos con la misma pilcha. Y lo más desafiante fue tocar sin batería: lograr que los temas tuvieran curva, energía, y que no cayeran. Pensemos que Mario Gusso grabó la percusión recién diez años después. Fue un proceso diferente a mis otros discos.
En 2024, Willy González también vivió otro proceso de recuperación consigo mismo: reeditó el primer disco de La Banda Latina (1988), proyecto de jazz-fusión y latino que compartía con Diego Schissi, Francisco Rivero, Bam Bam Miranda y Jorge Araujo, “todo un personal muy zarpado, con mi más maravillosa admiración”, dice. “Ese trabajo suena con una fidelidad que yo no recordaba y eso fue obra del gran César Silva, el técnico que grabó el 90 por ciento de mis discos. Puedo decir que él hizo magia. El disco La Banda Latina se había editado en casete, en el principio. César Silva tomó la cinta, los audios, los masterizó, les buscó el equilibrio y realmente es un trabajo que yo no puedo creer. Suena muy nítido: mucho mejor que la versión original que nosotros habíamos hecho, y estoy muy feliz”.
El disco La Banda Latina “me conecta con la música que no tiene fronteras; que no tiene esta cosa del folklore. Es la música libre que hacíamos cuando teníamos 22 años. El álbum tiene una cosa muy hermosa: la inocencia. Creo que es fresco y original, si bien tiene sus influencias, y viene a redondear un poco toda mi obra, porque fue el primer disco que produje. Después ya vino Bordó (1991), el segundo disco de La Banda Latina; luego ya vino el proyecto de fusión Monos con Navajas y ya llegó toda mi etapa dentro del folklore”.
Pero entonces, con La Banda Latina, “por haber viajado a mis 12, 13 años, a la bellísima Isla Contadora, de Panamá, me conecté muy especialmente con el jazz latino y escuché toda esa raíz. Cuando volví a Buenos Aires eso me quedó latiendo y es lo que fui desarrollando, estudiando y transcribiendo. Hice algo parecido a lo que después desarrollé con el chamamé, pero con la música afrocubana. Todos los caminos de la música terminan siendo increíbles para mí”.