Cuando Temáukel, divinidad suprema de los selk’nam, también llamados onas, custodiaba solitariamente a sus creaciones; los animales, las plantas, los vientos, los cielos, los fuegos, las mujeres, los hombres, el canto, el silencio y el río, estaban en perfecta armonía, hasta que en Octubre de 1886, un barco capitaneado por un explorador rumano llamado Julius Popper llegó cargado de muerte. Había sido aventado hasta estos lares por la noticia de que en la Tierra del Fuego abundaba el oro y Popper padecía aquella enfermedad del Rey Midas, la del oro que mata de hambre y de sed. Tristemente, el mismo Popper, al que luego se lo conocería como «cazador de indios» y que fuera uno de los principales responsables del exterminio de los selk’nam, se adjudicó el descubrimiento del Río Grande. Un tiempo después, las compañías ovejeras, los grandes lobos de esta historia, pagarán una libra esterlina por cada selk’nam asesinado, eso sí, exigirán acreditar para el desembolso: “manos u orejas del indio masacrado”. Pero para demostrar que la historia no deja de sorprendernos, también se enviaban los cráneos de los aborígenes asesinados al Museo Antropológico de Londres, que abonaba cuatro libras por cabeza. Esto que nos parece sórdido es superado por la exhibición de selk’nam, en 1889, en París, en una jaula donde eran obligados a comer carne cruda. Justo en el lugar y en el aniversario del primer siglo de aquella revolución francesa que proclamara el principio de libertad, igualdad y fraternidad.
¿Qué hacer con tanto dolor? ¿Alcanzan las aguas de la Tierra del Fuego para reivindicar todas las lágrimas del mundo que debieran llorarse por el exterminio selk´man? ¿Consigue el tiempo remediar la barbarie, o algo sucede en el paisaje, en las almas de los lugares, en las ausencias que crean una energía que busca justicia?
El río Grande no olvida estos dolores. Él, que nunca aprendió a leer los mapas, que sobrevivió durante siglos entre el carácter de la colosal cordillera y el misterio insondable del mar austral, que sabe del laberinto de la soledad que significa ser un isleño del sur del sur, entre las ausencias presentes de los selk’nam y los ecos de los misioneros salesianos que llegaron en 1893, en una contienda de dioses y culturas que tenía como misión evangelizar a los onas, “quitarles su estado salvaje” y preservarlos de los depredadores: aquellos estancieros del negocio ovejero y buscadores de oro, quienes promovieron el exterminio de estos aborígenes del río Grande que jamás renunciaron a sus mitologías, a sus culturas, a ser ellos. Esto les costó su desaparición.
El padre Antonio Tonelli visitó Río Grande en 1910 y escribió en relación con la Misión:“… en un tiempo estaba poblada de indios ona de toda edad (…) Una epidemia llenó los cementerios de la vieja y nueva Misión. (…) hoy quedan 5 indios, 8 indias y 2 muchachos (…) En compensación se ha llenado con 28.850 ovejas, 300 caballos y cerca de 100 vacas diseminadas en 20.000 hectáreas. Dejémoslo así”. Lo que la patética crónica del reverendo Tonelli omite es que aquello a lo que él llamaba epidemia, era la peste genocida del oro y de los terratenientes de aquellos tiempos, alimentada por la máxima zoncera, al decir de Jauretche, la idea de civilización y barbarie.
Quisiéramos destacar la pesca, el valor turístico, y la importancia de la ciudad industrial que envuelve a Río Grande, pero hay algo tan poderoso en este río, una música congelada, una cultura y un idioma perdidos, una llamada silenciosa, una montaña invisible de hombres, mujeres y dioses que nos reclaman, como el espíritu de Lola Kiepja, conocida como la última ona, nacida en 1874, en Isla Grande de Tierra del Fuego. Fue la última persona que vivió hasta su juventud la tradición selk’nam; era chamana, por herencia de su tío, al que encontrara en un sueño, apenas fallecido, allí le legó su poder a través del canto. Curiosamente la última hablante del idioma selk’nam fue cantora. Kiepja también tenía el don de curar, sanó a varias personas de su comunidad, incluso también a no indígenas. Murió el 9 de octubre de 1966, con ella los selk’nam, el pueblo que le dio nombre a este territorio, cuando en 1520, Fernando de Magallanes, al ver desde su barco sus fogatas, lo nombró «Tierra de los fuegos».
«Mamihlapinatapai» es una palabra del idioma yagán, aborígenes fueguinos, que significa: «Una mirada entre dos personas, cada una de las cuales espera que la otra comience una acción que ambas desean pero que ninguna se anima a iniciar» ¿De dónde nacen las palabras? Tal vez de las vigilias de los pueblos, del silencio que los une, del ancestral tesoro de lo que se tuvo que callar, de la inevitable respuesta que tarde o temprano llega en forma de historia.
Foto de portada: Gabriel Torres
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