Por Pedro Squillaci | pedrosquillaci@yahoo.com.ar

Ilustración: Enrique Figna


No pasa muy seguido, pero sucede. Y si sucede, que fluya. Juan se sentía un veinteañero, pero esa mañana, a diferencia de tantas otras, de tantas y tantas, amaneció cantando El tesoro. Y justo en la parte en que dice “paso todo el día pensando en vos, ah, vos pensás que pierdo el tiempo”. Y la voz de Santiago Motorizado se le hizo poesía en la frase “cuidarte a vos en la derrota”. Apuró un mate caliente, puso despacito el compact doble The McCartney Of, que tiene 34 temas del eterno Beatle cantados por otras glorias del rock y el pop, y levantó la mirada hacia el primer rinconcito de cielo que asomaba por su ventana. No pasa muy seguido, pero sucede. Un día estás destruido y al otro sos una campanita. Por eso Juan aprovechó el envión. «Que fluya», se dijo en voz alta. Hablaba solo como loco malo. Pero para el caso, bienvenida esta locura. Volverse a contactar con Maite le cambió la melodía interna. Pasó del “tango que me hiciste mal” a “sólo quiero rock and roll”. Y lo sentía en el cuerpo, pero sobre todo en su cabeza. Cabeza y corazón. Eso como nave insignia.

El encuentro con ella sería tempranito, nada de una cena con noche agitada ni cosas por el estilo. Era mate, charla, algo dulce para picotear, hablar de chucherías, mejor dicho de Chucherías, el negocio de Maite, porque Juan nunca se había tomado el tiempo de hablar de las cosas que le interesaban a ella, de su universo. ¿Cómo formar parte de su mundo si su mundo está fuera del mío? Primero había que empaparse allí, beber de esas aguas o mancharse con el barro, pero al menos empezar a mojarse para saber de qué se trataba todo eso. Y comenzó el momento de pensar en cómo producirse para el encuentro. «Pero primero tengo que comer», pensó. Abrió la heladera y era el desierto del Sahara. Bah, un poco mejor. Media manzana, un yogur, dos zanahorias, un limón del árbol de su querido primo Cristian y queso barra, a Dios gracias. Ahí agarró un par de rodajas de pan lactal, eso sí, eran de salvado con semillas, le mandó mayonesa y armó un guchesán para calentar en la nunca mal ponderada carlitera. Comió sin pensar en lo que comía, sólo pensaba en qué ponerse. Intentó dormir una mini siesta y no pudo, quiso ver algo en Netflix y tampoco, el disco del homenaje a McCartney había terminado hace rato así que apagó el equipo, también encendido inútilmente desde bastante más tiempo, y se fue a duchar.

Faltan tres horas, pensó, y era una eternidad, pero cuando uno tiene algo importante para hacer siente que tres horas son tres minutos por la ansiedad, pero también treinta horas porque mirás el reloj del celular a cada rato y parece que no se pasa nunca. Se pegó una ducha, se secó el pelo con secador y le quedó horrible. Es que de los nervios se puso acondicionador en vez de shampoo y los pelos parecían los de Johnny Depp en El hombre manos de tijera. Se puso un buzo y una campera y rajó al kiosquito de enfrente. Compró un shampoo chiquito para cabellos grasos y se volvió a meter en la ducha para lavarse la cabeza. No se secó el pelo con secador, por si le volvía a quedar mal. Y se metió desnudo y mojado dentro del placard, sacó un jean gastado y dijo «no, este no»; sacó un pantalón azul y dijo «este tampoco», pero eligió el jean gastado porque era el único que estaba limpio. ¿Remera o camisa? ¿Campera con capucha o pulóver de hilo? Perfume, eso sí, el perfume no puede faltar. A Juan nunca le falla su Gentleman negro de Givenchy, le cuesta un Perú (¿cuánto es un Perú?) pero lo compra igual. Sabe que a Maite le encanta.

Falta una hora. Juan se desespera, no llega, sabe que tiene que llevar algo dulce y no fue a la panadería. Pero no puede olvidarse de eso. El regalo para Chucherías se lo va a llevar otro día porque también se olvidó. De pronto suena el celu, es el Zampita, pero no lo atiende, está muy nervioso. Falta media hora para salir. Se pone el jean, un par de Adidas negras, una remera que le queda más o menos bien, una campera con capucha y mucho perfume, apesta ya, pero se lo pone igual. Sale tan rápido que empieza a transpirar, hace algo de frío, pero transpira como si estuviese en el Congo. Toma un taxi, le paga de más, baja apurado y boqueando llega a horario, a las 6 en punto de la tarde. Maite está en un rinconcito con un mate caliente, vestida con calzas negras, pulóver azul, los rulos de siempre y la sonrisa eterna. «Hola Juan, seguro que te olvidaste de traer algo dulce», le dijo. Juan la miró y le dijo: «Soy de manual». Se miraron y se largaron a reír. De fondo, en Chucherías, sonaba El tesoro, justo en la parte en que dice “paso todo el día pensando en vos”.

 

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