Todos los días el mundo nos ofrece mil y una razones para que nos transformemos en otros desertores y la mayoría acepta y renuncia al barro de sí mismos, a usar los uniformes que confinan a la desnudez del duende que se asoma en nosotros, a ver a través de los ojos de estatuas virtuales que se mantienen impertérritos ante un mundo que se cae a pedazos, mientras caníbales con buenos modales se vuelven los gurús del éxito, es cuando las nuevas canciones se vuelven viejas, cuando las historias cuentan el mismo cuento de nunca, cuando se destierra a la sabiduría de las y los mayores, entonces las palabras son manejadas por los señores de los números, y entregamos nuestros corazones a las opiniones de los cardiólogos, y los jóvenes poetas ya no luchan por ser soldados del pan y del amanecer, y los trovadores no se preguntan por la canción que hace años intenta el tren suburbano, y los cóndores no hacen nido en las guitarras, y los expertos economistas no intentan (y parece no interesarles) resolver el misterio de una mesa vacía, y los ministerios de cultura le dan la espalda a los espejos de barro en el que el pueblo reconoce sus verdaderos rostros. Parece que la deserción ha dotado de máscaras a sus adeptos, con sus verbales correcciones políticas y sus antagónicas acciones, la soledad ya prefiere estar sola, los fantasmas huyen espantados ante el terror que les infunden la muerta manera de vivir de tantos.
Sin embargo, hay una reserva ética, gente que no suele ser tendencia en las redes sociales, gente que no es “influencer”, ni llora en cámara, ni hace meditación por la humanidad en las playas de Punta del Este. Gente que es una minoría silenciosa que hace del día algo un poco más parecido a nosotros, le dan sabor a casa, ternura de las manos amorosas de los que amasan el pan o toman la mano de los enfermos o simplemente acarician a quienes siempre han recibido golpes. Esta gente nunca deserta, porque sus vidas solo tiene sentido en ser con los demás, en recibir, dando.
Escribo estas líneas porque hace dos semanas Marta Suint cumplió cincuenta años de payadora, y lo celebró en una pequeña panadería de Burzaco, pequeña de tamaño pero enorme a la hora de la metáfora. Allí donde se hace el pan en el conurbano, allí se conmemoró el medio siglo de carrera de una artista popular que nunca se traicionó. Que nunca cantó algo para que los patrones del mundo la consideraran su artista oficial, que jamás le puso azúcar al mate que debía ser amargo, ni brindó su poncho para los que jamás tuvieron frío. El encuentro fue tan conmovedor que hace días estoy buscando el silencio propicio para hallar palabras que puedan retratarlo, aunque me quedaré con las que un asistente, un tornero que edita un “calendario libertario”, que nada tiene que ver con los que ahora se hacen llamar libertarios, y que no firma sus conmovedores textos, escribió en su publicación: “Decidí cambiar vos primero, luego, al cuadrado donde acciones diariamente, luego, al mundo”.
Gracias Marta Suint, gracias Luis Blaugen – Ballin (tornero y poeta), gracias panadería de Burzaco, gracias por recordarme que el cielo del pueblo siempre se alcanza mirando hacia abajo.
Gracias por su hidalguía, compañero.