Una plegaria desesperada escrita con falta de ortografía, es la mejor manera que tiene el idioma de transmitir la herida ¿Acaso la palabra «Vendiciones» no es una aspiración a vencer, acaso la unión entre victoria y esperanza? ¿Alguien que ruega que «horen» por su pariente que está muy enfermo no está pidiendo que ese «horar» de los creyentes le otorgue más horas a ese ser querido que lucha por su vida? En su ermita le suplican al Gauchito Gil: “¡Protege a los «holvidados»!”, esa «hache» es la denuncia de los silenciados, su huella siempre presente en todo ese territorio de los confinados a ser invisibles. Además un santo pagano como el Gauchito sabe de los milagros clandestinos, como los que utilizan las palabras desesperadamente saben que hay un oro del dolor, que no es compatible con las pulcras y petrificadas cotizaciones oficiales de los preceptos de la real academia.
Los de abajo suelen escribir «grasias», ¿acaso el ser grasitas, en nuestro país no ha sido la identidad de la resistencia cultural? Es común que mucha gente diga «haiga» en lugar de «haya», sucede que la carencia, la orfandad con el haber, suele perforar cualquier normativa. Son muchos quienes dicen «estea» en lugar de «estar», ¿será acaso que el estar colmados de ausencias se resume en «esteA», una mezcla de estar habitando y de ser habitado por la ausencia? Del mismo modo que alguien que aguarda un poco de bondad, escribe: «Por fabor», ni que hablar quien ruega: “¡No te «vallas»!” ¿Acaso ciertos abandonos no son una valla que el dolor le pone a la vida? O quien con dolor señala un lugar en el que fue feliz, en vez del «ahí», escribe «AY».
Roberto Arlt supo ejercer su orfandad en las heridas de bala que son los errores ortográficos, construir su estilo con la sangre de cada palabra que le habían amputado su correcta escritura, sin embargo le habían dado la posibilidad de entrar en la clandestinidad, de gozar de una desnudez nueva, de serle infiel a los amos de la gramática, y animarse a abolir la esclavitud, a permitir que el idioma se parezca a la lastimadura, como ciertas voces se parecen a sus rostros, como algunas músicas a sus épocas.
Esta no es una apología de la mala ortografía, más bien un pedido a que los diccionarios, físicos o virtuales, abandonen su indiferencia de estatua y comiencen a ofrecer su sabiduría, a comprender como quien convida un puchito o un vaso de agua. A que desistan de su apología de precipicios y brinden escaleras para que las palabras puedan subir y bajar, bajar y subir, y hasta, de vez en cuando, permitirse caer, porque muy pocas cosas son tan hermosas como las palabras cuando se ponen de pie.
Las palabras no son de los calabozos de la academia, las palabras son el pan de nuestro decir, las que nos alimentan el alma cada vez que conseguimos expresar todo eso que somos, más allá de nuestro silencio