Julián Herreros Rivera es músico, compositor y artista plástico. Actualmente dirige la agrupación vocal Coral Rojo, para la que también compone; Mestizo es su disco solista y a mitad de año tiene previsto sacar un EP junto a Juan Quintero. En esta nota, el perfil de un artista que parece fluir a través del tiempo y de las formas, guiado por una fuerza invisible, cercana a la voz del espíritu.


La primera canción que Julián Herreros Rivera escribió trataba sobre la paz del mundo. La encontró hace muy poco en un cuaderno y fue como una revelación. Según sus cálculos, tendría unos ocho o nueve años cuando la compuso. “Lo primero que hice se parecía a lo que hago ahora”, desliza el músico chileno. “En la pandemia me puse a revisar los cuadernos antiguos con poemas y dibujos. Viendo qué dibujaba o escribía. De repente empiezo a llegar a los 18 años y me di cuenta que estaba metido en una heavy. ‘¡Qué desprejuiciado era!’, pensaba. Era denso pero interesante. La noción de riesgo, de ir sin tanto prejuicio”, analiza ahora con 40 años. “Fui avanzando y avanzando hasta que llegué a la primera canción que era sobre la paz del mundo. Lo primero que hice se parecía a lo que hago ahora. Me tranquilizó saber que era una pulsión”, resuelve y larga una risotada de alivio, mientras acomoda su cuerpo en un living a media luz, en el barrio de Chacarita.

 


 

Julián nació el 20 de septiembre de 1982 en San Bernardo, Chile. La música siempre estuvo presente en su casa. Su mamá y su papá tocaban la guitarra. “Mi papá toca rock clásico y mi mamá tenía en aquel entonces un repertorio latinoamericano”, precisa el chileno. “Desde que tengo recuerdo, mi mamá me hacía cantar y me enseñaba. ‘¡Saca la voz!’, me decía. Me hacía cantar cualquier canción, folklore chileno y latinoamericano. Me hacía hacer segundas voces, se enojaba si no afinaba”, dice. La familia de su madre es originaria de Papudo, una ciudad del litoral central de Chile, en la región de Valparaíso. Allí, al parecer, está mal visto desafinar. “Todos cantan a su manera, mis tíos, mis primas, mis primos; no son profesionales, pero alguien desafinado es medio… no hay que ser desafinado en la vida”.

Fotos: Ivo Ferrer

La banda de sonido principal de su infancia era Illapu. Incluso sonaba más que Violeta Parra y Víctor Jara. Jorge Cafrune y Los Chalchaleros también aparecían en el mapa musical. Pero el repertorio de Illapu era lo que más se escuchaba en la sobremesa familiar y en el fogón. “Se cantaba a cuatro voces de hecho. Se sigue haciendo cuando hay guitarreadas”, resalta Herreros Rivera. “Illapu es andino, pero también de una sonoridad bastante mestiza. Son canciones con saxo, quenas, haciendo secciones dentro de la canción. Y eso pegó súper fuerte en mi familia. Illapu aparte de tener cosas que hablan del paisaje son canciones también bastante de protesta. Mi familia está vinculada a esa izquierda chilena que escucha Illapu”.

– ¿Y Quilapayún no se escuchaba en tu familia?

– Sí, pero menos. En mi casa era más Illapu. También Inti-Illimani pero más Illapu. Quilapayún e Inti-Illimani eran súper transversales, los dos tuvieron impacto y se escuchan en cualquier zona de Chile, pero Illapu se instaló en lugares más populares. Aparte estuvieron exiliados mucho rato y luego volvieron. En 1989 empezó a volver la gente. Después del exilio Illapu hizo un concierto en el Parque La Bandera cuando se estaba haciendo la campaña para que gane el NO y sacar a Pinochet a través de un plebiscito. Entonces, es un repertorio que está profundamente vinculado al momento político y social que nos tocó vivir. Yo viví ocho años en dictadura, porque en 1990 retornó la democracia en Chile.

Además de cantar, a los seis años Julián empezó a tocar la guitarra. La mamá le enseñó los primeros acordes y luego lo mandaron a tomar clases. “Pero había que estudiar mucho y no me gustó tanto el estilo. Entonces, entre los ocho y los doce dejé de tocar más metódicamente”, recuerda. “A los doce, mi papá llegó con una guitarra eléctrica y me hice una banda de punk. Me gustaba el tema de los solos y todo eso. En mi barrio había dos o tres de mi misma edad que tocaban todo el repertorio de Iron Maiden, eran súper virtuosos. Siempre toqué la guitarra, me gustó, aprendí, avancé pero nunca fui alguien que se destacara como un gran guitarrista. Siempre hice lo que pude. Tampoco he sido una persona que se pueda meter ocho horas diarias a darle y darle. En algún momento me ha resultado el estudio. También estudié dos años de guitarra flamenca y esos años sí avancé”.

– ¿Y cómo se dio tu vínculo con el rock?

– Por mi papá, que escuchaba rock clásico, rock de los setenta. Tenía amigos melómanos. Escuchaba bandas desconocidas, experimentales, rock en inglés. En mi casa también se escuchaba Paco de Lucía y Atahualpa Yupanqui. Yupanqui fue mi héroe durante mucho tiempo. Primero por cómo tocaba la guitarra y después por lo que decía. Para mí era la mezcla perfecta, porque como crecí en este ambiente de dictadura y protesta su música me resonaba. Me daban ganas de llorar de niño cuando lo escuchaba tocar la guitarra. Estaba diciendo esas cosas con esa poesía y esa profundidad… Entonces, sí, escuchaba Michael Jackson, Guns N’ Roses, todo lo que había que escuchar en aquel entonces. Pero paralelamente siempre estaba el folklore y Yupanqui. Muy influenciado por mi papá en realidad, porque él encontraba que Yupanqui tocaba muy bien. A los doce años lo escuché decir a mi papá: «Los peruanos tocan muy bien, son buenos guitarristas».

 


 

La guitarrística que desarrolló Julián Herreros Rivera es una mezcla armónica entre investigación propia e intuición. En este sentido, encontró un estilo personal en el cruce de tres vertientes musicales en las que la guitarra criolla está muy presente: el flamenco, el vals peruano y el folklore -chileno y argentino-. De este modo, se siente cómodo tocando tanto una cueca como una chacarera. El mundo del flamenco entró en su casa directamente a través de Paco de Lucía. Cuando tenía trece años, su papá viajó a España y se trajo un par de casetes de flamenco. “Y uno en particular me voló la cabeza, un disco tradicional en el que tocaba Juan Serrano y cantaba La Paquera de Jerez. Y La Chunga, que es una bailaora que grabó en ese disco pero no es cantaora”.

Durante un tiempo, se puso a incursionar en el género y se animó a salir a cantar flamenco por las calles de Chile. “Para que existiera el flamenco necesitabas a alguien que cante. Entonces, en ese momento me daban lo que tenía que cantar y aprovechaba para aprender. Lo hacía malamente, pero en el fondo es como si me hubieran pagado una carrera, que estaba vinculada con el escenario”, entiende el cantor, guitarrista, compositor y artista plástico. “Lo que más me importa en relación a los estilos que interpreto es que se parezca a lo que me gusta escuchar. Por ejemplo, con el flamenco es súper difícil. El cante flamenco es una cosa muy difícil y yo todavía sigo estudiando a ver si algún día logro grabarme y que me guste lo que estoy escuchando. Ahora estoy mucho más relajado que hace quince años, pero tal vez no me voy a aproximar nunca”.

 

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El viaje del vals peruano

“Creo que colaboramos un poco para que el vals retorne a la escena como un lenguaje en el que se podían expresar algunas cosas”, sostiene Julián Herreros Rivera en alusión a Los Celestinos, el grupo enfocado en el vals peruano que transitó la escena musical chilena durante diez años. El proyecto nació en 2009 en Santiago de Chile y construyó un repertorio que incluye valses peruanos, boleros, cuecas urbanas, canciones chilenas tradicionales y composiciones propias. “Hay un pasado en donde se escuchaba mucho vals criollo en Chile. Mi abuela cantaba Nube gris y unos valses que fueron famosos en su tiempo. Hubo un mundo criollo que estuvo muy vinculado al vals y una manera de tocarlo en Chile”, cuenta. “Porque en aquel entonces cuando los ritmos viajaban se iban pasando como el juego del teléfono hasta que llegaban a un lugar y se transformaban en otra cosa. Ahora con YouTube te gusta el vals peruano y puedes ver puros peruanos tocando y sacarle el rollo hasta sonar como peruano. Pero en aquel entonces no era así”.

Julián cuenta que el vals viajó desde Lima hasta llegar a Valparaíso. “Lucho Barrios, que es un peruano muy importante dentro del mundo del vals y del bolero criollo, iba a los programas de televisión y era muy famoso en Valparaíso”, continúa. “Y los viejos de Valparaíso, cantineros que trabajan en el mundo de la noche, todos manejan un repertorio de vals criollo muy amplio. Hay tradición, digamos. Pero eso se fue medio nublando en el tiempo hasta que llegó este movimiento de la cueca brava a finales de los noventa. Los viejos de la cueca empezaron a instruir y a enseñar a gente más joven y eso generó un movimiento muy grande de resurgimiento de la cueca urbana como un lenguaje que volvía a juntar a la gente. Un sistema de relaciones; es una rueda que tiene reglamentos musicales, es como una especie de club o de secta. Y ahí vuelven los valses. «El Baucha», todos esos viejos, tenían repertorio de valses, de tangos. Mi abuelo, por ejemplo, cantaba valses y tango. Y era bailarín de cueca. Pero de mi familia de Papudo nadie salió con esa tendencia. En otra generación yo agarré todas esas cosas”.

Me gusta mucho el vals peruano, lo sigo escuchando y sigo pensando que hay músicos que son los más grandes de la generación desde que se empezó a grabar, referentes importantísimos a los que tal vez no nos acercamos, pero con Los Celestinos teníamos una cosa personal y nos pusimos a componer”, explica. “Antes de ponernos a componer tocamos mucho tradicional. Sacábamos todas las guitarras iguales, fuimos a Lima a estudiar, nos vinculamos con la gente allá en las peñas y en los espacios musicales. Entonces, de repente escucho Los Celestinos y tiene maneras muy peruanas porque es vals peruano básicamente, pero igual suena diferente. Suena como de gente joven, de Chile, de Santiago, que está haciendo eso en este momento. Y eso me gusta: que las cosas tomen su propio color. También siento que cuando uno va detrás de un estilo hay un tiempo en el que se imita bastante, en donde se pasa por cosas medio ridículas tratando de parecer”.

– ¿En qué sentido?

– Muchas veces grabando uno está buscando una sonoridad pero en realidad todavía no viviste lo que había que vivir para que suene de esa manera. Pero entendiste técnicamente lo que tenía que pasar para que la cuestión suene así. Entonces, te aproximaste pero no quedó como te hubiera gustado y te sigue molestando escucharte. A veces lo que tocás no tiene el aire o la fuerza. Es difícil, porque uno muchas veces se aproxima a lenguajes tradicionales que tienen que ver con un contexto de territorios determinados, que uno no vivió, que uno no va a vivir probablemente y que la única manera de hacerlos propios es involucrando la propia vida. Por eso yo siempre compongo cuando me meto en un estilo. De esta manera, te estoy dando un pedazo de lo que a mí me pasó en la vida. Lo meto todo ahí. Es una forma de generar confianza con el estilo. Los estilos son como ánimas con los que hay que relacionarse.

El grupo se disolvió en 2020 pero llegaron a editar un disco, Se sufre pero se aprende (2014). Estaba integrado por Julián en guitarra, composición y voz; Giancarlo Valdebenito en contrabajo, composición y voz; Cristian Mancilla en cajón peruano, percusiones y voz, y Javier Mardones en guitarras. “Tenemos cuatro canciones que nunca sacamos. Empezamos a grabar un segundo disco pero se acabó el proyecto”, se lamenta el chileno. Las últimas funciones fueron aquí en Buenos Aires, en febrero de 2020. También realizaron giras por España y México. “Hoy día hay un montón de grupos de valses en Chile. Pero también en Perú empezaron a pasar cosas, hay gente que empezó a grabar nuevos discos. Nosotros alguna vez llenamos un teatro de 500 o 600 personas, pero después de hacer un montón para que eso pase, no es que teníamos un arrastre. Para mi gusto Los Celestinos deberíamos habernos quedado siempre en bares, en lugares chiquitos, sin tanta producción”, entiende.

 

La voz del espíritu

En una larga e introspectiva estadía en Ecuador, Julián Herreros Rivera repetía cada noche una misma rutina: pintar. Solo pintaba. No eran días tristes, sino de búsqueda y aprendizaje. Estaba permeable a lo nuevo. En ese tiempo en el que solo se dedicó a pintar se armó una lista de reproducción de coros de Georgia que duraba como cinco horas. “Lo escuchaba todos los días”, recuerda. “Fueron seis meses que me escuchaba todos los días cinco horas de coros georgianos y era fanático del arte coral de Georgia, Albania, Bulgaria… los coros de Europa del Este siempre me volaron la peluca”.

“Y traté muchas veces de componer para coro pero no me salía nunca nada”, confiesa. Pero en un momento algo cambió. Corría el año 2011. El músico tenía un amigo en Lima que estaba postrado y se iba a morir. “Entonces, me pregunté qué llevarle de regalo. ‘¿Ropa?’ ‘¿Comida?’. ‘No’. No podía llevarle objetos, entonces le grabé una canción. Le grabé una segunda voz y después una tercera y una cuarta. Era una noche que estaba lloviendo, había truenos y rayos. Y me di cuenta que había descubierto una fórmula de composición”, cuenta. Primero compuso una canción para cuatro voces, después apareció una segunda canción, luego una tercera y una cuarta. “¡Funcionó!”.

Entonces, se propuso hacer siete canciones en una semana. “Y me fui a Lima y se la pasé al Taita Julio, que era el amigo que estaba postrado. Se la hice escuchar y me fui a unos galpones en Lima a hacerle una carátula y a mandarla a multicopiar. Me lo llevé a Ecuador y ahí lo vendí para pagarme el viaje. Eran canciones para que la gente cante”. Ese fue el nacimiento de Coral Rojo, un ensamble vocal chileno de cinco integrantes que interpreta un repertorio original inspirado en antiguas formas musicales tradicionales de América. El grupo, con dirección y composición de Herreros Rivera, cuenta con un disco alojado en plataformas digitales, Coral Rojo (2022). En julio o agosto planean realizar una gira por Europa, un continente que han visitado en varias oportunidades.

 

 

“Las canciones tienen que ver con el vínculo de la espiritualidad latinoamericana”, precisa el músico y artista plástico. “Es algo que ha estado pasando en los últimos veinte o treinta años, se han abierto muchos espacios de las tradiciones latinoamericanas para el mundo del mestizaje y me ha tocado ser parte de algunos de esos procesos y aprender ciertos códigos musicales que se usan dentro del mundo ceremonial. Entonces, lo de Coral Rojo está vinculado con mi fe, con mi forma de vincularme con lo sagrado”.

– ¿Y con qué tiene que ver lo sagrado para vos?

– Es la manera en cómo uno se relaciona con la energía. Y cada palabra tiene su propio contexto para entenderse. Cuando uno habla de fe hay gente a la que se le viene a la mente el catolicismo, las religiones. Y yo pienso que un empresario que planea un proyecto multimillonario está poniendo su fe en eso y eso no tiene un vínculo con un rezo específico o con una deidad, pero es una energía que está siendo dispuesta a la realización de un proyecto. Y lo mismo pasa en un proyecto artístico. Entonces, para mí en realidad, adonde se coloquen las palabras es decisión de cada quien. La estética que decide cada quien para relacionarse con el mundo. Todo el mundo se juega la vida para vivir, porque vivir es difícil. Cuando me refiero a lo sagrado, yo puse mi fe en el agua, en las piedras, en los árboles. De repente se me hizo más fácil poner mi fe en el agua que en palabras escritas.

– ¿Por qué?

– Porque el agua directamente me daba la vida. No hay ninguna duda y está comprobado científicamente. No tengo nada que interpretar. O sea, poner la fe en lo que directamente me da la energía y la fuerza para seguir abriendo los ojos y ver esta realidad todos los días. Entonces, las personas mayores que me enseñaron le dieron foco a mi atención en ciertas cosas: las nubes, las estrellas, el cielo, la tierra, el fuego. Pero luego también el bondi, el teléfono y el pavimento, porque son parte de donde estamos. La fe y lo sagrado tienen que ver con la relación con lo invisible, con lo que no tiene comprobación, con la entidad con la que uno habla cuando nadie te está escuchando. Y finalmente me dieron los fundamentos para vivirlo de manera concreta y certera.

– La pintura y el dibujo, ¿es un universo disociado de la música o forma parte de lo mismo?

– Todo tiene que ver con lo mismo, con lo simbólico. Yo creo que igual soy mejor cantante que dibujante. Igual trato de hacer lo mejor posible cuando me meto a dibujar. Hay gente que dedica su vida a eso, que lo hace muy bien. Trato de equilibrar colores, que quede bonito. Y también hago un mural, que se muestra, no es que me escondo o me la dé de humilde. Lo hago, lo muestro y estoy vendiendo reproducciones. Hay veces que estoy cansado de cantar y me lanzo a los lápices y no hago nada de música. Son dos o tres semanas en las que estoy solo con los pinceles o los lápices.

 

Un disco con vida propia

Fotos: Ivo Ferrer

El músico trasandino tiene un solo disco como solista: Mestizo, un material que grabó en 2010 pero que subió a Spotify recién en 2019. El trayecto para que el disco comenzara a circular fue largo y sinuoso. Incluso, se podría decir que hubo una dosis de autoboicot en contra de la salida del disco. “Desde el 2000 en adelante me puse a estudiar folklore de Chile, me metí al vals y me puse a viajar por Latinoamérica. Ahí empecé a hacer canciones porque estaba estudiando folklore de Chile, como la cueca. A comienzos de los 2000 iba a bailar cueca todas las semanas. Me puse a componer con las cosas que iba conociendo y en un momento tenía muchas canciones. Y me decidí a grabarlas, porque ya quería empezar a tocar otras cosas”, cuenta sobre la génesis del disco, que se apoya en la guitarra criolla y está enfocado en el folklore latinoamericano, con algunas pinceladas de flamenco.

La grabación fue bastante casera, en una radio. “Tengo un amigo que era operador de Radio Tierra y que terminaba sus transmisiones a las 12 de la noche. Después de esa hora entrábamos a grabar. Entonces, todo el disco está grabado entre las 12 y las 5 de la mañana. Grabamos como 17 canciones y quedaron 11”, cuenta sobre este conjunto de composiciones que expresan profundidad, versatilidad y virtuosismo, sin correrse del mundo de la canción popular. “Todas las canciones que yo iba componiendo se las iba a mostrar a un maestro en Chile que se llama Juan Antonio Sánchez, que era un guitarrista. Si a él les parecían bien, las grababa, sino las olvidaba y seguía con la siguiente”, revela.

“Cuando lo terminamos de grabar no me gustó tanto la mezcla. Aparte tenía que terminar la carátula que la tenía en un cuadro en Ecuador. Entonces, me fui a Ecuador y luego hicimos un diseño de carátula que tampoco me gustó tanto. Por eso lo dejé tirado años”, explica sobre la demora en su salida. Mestizo quedó archivado en un disco rígido, un pendrive o quién sabe dónde. “No me acuerdo el año, pero un día fuimos a grabar un disco -el primero que me pidieron como productor- de Carola Guttmann, Escrito en el agua (2013). Y Carlos Barros, el ingeniero de sonido, me preguntó si yo tenía algo, alguna música. ‘Si, tengo un disco’, le dije. ‘¿Y está mezclado?’, retrucó. ‘Sí, pero no me gusta tanto’. ‘Traelo, yo te lo mezclo’, me propuso. Me ofreció un precio casi irrisorio y lo mezclamos. ¡Y quedó súper bien!. Lo mismo el diseño de la carátula”.

Entonces, Mestizo se publicó oficialmente en 2014 en postales de descarga. “Pero no las distribuí, no se las di a nadie”, confiesa. “¡Odiaba el disco! Me había demorado tantos años en hacerlo y me había costado tanto. Lo odiaba un montón. Hasta que un amigo me propuso subirlo a plataformas digitales. Y así fue, en 2019, que se subió a Spotify. Antes circulaba de mano en mano”. Sin embargo, el disco empezó a viajar misteriosamente de boca en boca y llegó a oídos de músicas argentinas como Sofía Viola, Luna Monti y Luciana Jury, que lo recomendaban entre sus pares.

– Es un muy buen disco…

– Toco algunas. Ahora estaba sacando algunas canciones. Pero es un disco difícil también, por eso lo odiaba. Me convertí en un esclavo de esas músicas si es que las quería tocar. Después de Mestizo me puse a componer puras canciones donde rasgueo.

 

Confianza y silencio

En marzo de 2021, el chileno tomó la decisión de venir un tiempo a vivir a Buenos Aires. La idea era probar suerte, curtir de cerca la música de esta tierra y construir lazos con otros músicos. Abrirse camino, sin más. Y hacer obra. Aquí se cruzó con artistas como Sofía Viola, Luciana Jury, Nadia Larcher, Sara Mamani y Juan Quintero, con quien está produciendo un disco a dúo. “Argentina me dio la seguridad para hacer lo que hago solo”, enfatiza. “Empecé a tocar mi repertorio y cosas de Mestizo aquí en Argentina. La Sofía Viola fue la que empezó a distribuir el disco por todos lados, ya andaba dando vueltas por acá. Cada vez que venía me organizaban un concierto y se llenaba. Igual creo en la naturaleza de las cosas”, sostiene. “Me gusta que esa haya sido la velocidad de Mestizo, que no haya tenido que hacer ni publicidad ni meterme en las metodologías del mercado. Si la canción queda buena, va a avanzar. Entonces, yo pongo todo el esfuerzo en que la canción quede lo mejor posible”, completa.

“Lo primero que encontré en Argentina es esa seguridad y ese silencio para escuchar lo que yo estaba queriendo decir”, resalta. “Luego, esas confianzas vinieron de personajes que eran muy buenos músicos y muy buenas músicas. La primera es la Sofi, que es un monstruo escénico y es súper joven y ya ha hecho un montón. También la confianza de Luciana”. Con Luciana Jury, de hecho, realizó varias giras como guitarrista acompañante e incluso en formato dúo. En septiembre de 2022, lanzó junto a Jury, el guitarrista Lautaro Matute, la contrabajista Solana Biderman y el percusionista Carlos Movimiento el EP audiovisual Trilogía de un adiós, que incluye tres valses de su autoría. “Tres valses criollos que retoman, musicalmente, la estética tradicional de legendarios valses peruanos con una poesía novedosa que nos introduce con exquisitez y buen arte en la compleja danza del amor”, explican.

– ¿Vos le propusiste a Luciana Jury componer esos valses para el disco?

– No, lo que pasa es que en Chile yo estoy produciendo un disco de valses cantados por mujeres y le conté a la Luciana y se enojó porque no la invité. Habíamos quedado de juntarnos a producir y cuando vino a mi casa me dijo que en realidad le gustaría que le pase canciones para poder cantar. Y yo tenía un montón guardadas en el cajón. Cuando se enoja por lo de los valses, le digo: ‘Igual yo tengo unos valses medio recientes que no grabamos con Los Celestinos por si quisieras escoger uno’. ¡Y se escogió los tres!

Con Juan Quintero se conocieron en una guitarreada. El puente entre ellos lo generó Luna Monti, quien una vez le mandó un videíto de su coro de mujeres cantando la cueca El búho canta de noche, incluida en Mestizo. “Ella fue a un concierto de Los Celestinos con la Sofi Viola. Dos semanas después me escribió para decirme que iba a haber una guitarreada en su casa, que fuera y que había invitado al Juan”, cuenta. “Ahí cantamos, buena onda y quedamos con los teléfonos. Yo lo volví a llamar para lo del mural con canciones sobre el agua. Me dijo que sí, pero que hiciéramos algo juntos. Le mandé una canción, le gustó y la arreglamos”, dice. Lo primero que grabaron juntos, entonces, fue un video de la canción Agüita para el proyecto Ojo de Agua.

En ese encuentro musical hubo química entre ellos. De a poco se empezaron a frecuentar. “Y nos empezamos a hacer amigos con el tiempo. Se aprende un montón con el Juan Quintero. Y no solo musicalmente. Juan propone con verdad y pone energía en las cosas donde se mete”, destaca. El año pasado, hicieron dos fechas en formato dúo en Roseti. Los encuentros empezaron a fertilizar el terreno y floreció un ambiente creativo. De manera natural, empezaron a componer. “Grabamos seis canciones. Y eso me lo llevo a mezclar a Chile con un ingeniero”, revela Herreros Rivera, quien se encuentra en este momento en una gira europea que lo llevará por Francia, Bélgica y el sur de España. La idea es publicar el EP con Quintero en la segunda mitad del año y presentarlo en noviembre en Buenos Aires. “Son tres canciones mías y tres suyas arregladas por los dos. Sencillas, con dos guitarras o dos voces”, precisa sobre el espíritu del disco.

– Después de la gira, te volvés a vivir a Chile…

– Estábamos queriendo montar más canciones con Juan. Pero ya no vamos a vivir en la misma ciudad, tenemos que ver cómo nos vamos a seguir encontrando. Yo quiero seguir viniendo, por eso tengo pensado regresar en noviembre. Porque me quedaron cosas pendientes en Argentina…

3 comentarios para “Julián Herreros Rivera: Un canto que cruza la noche

  1. Manuel dice:

    Muy buena entrevista y gracias por compartir,desde ya escucho a Julián por Spotify y me
    Gusta mucho su música y todo su trabajo musical .Abrazos desde Santiago

  2. Juan dice:

    Excelente artista, muy interesante la filosofía que sustenta su estilo. Que la fuerza de la naturaleza te siga acompañando

  3. Yoana dice:

    Julian tiene una voz muy profunda y llena de magia canalizada. Más que canciones, sus cantos son ícaros que conectan, remueven, curan.
    Gracias por darnos un vistazo a su ser.

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