No es una máxima deportiva ni mucho menos futbolera en tiempo de messimanía exitista luego de levantar la copa del mundo en Qatar. No, nada de eso. Juan pensó en que tenía que animarse a perder para poder ganar. ¿Cómo? Zampita diría «¡pero si perdés 5 a 3 no vas a festejar los tres goles cuando te metieron cinco!». Y claro. Por eso digo que no aplica para el fulbo. Pero…hasta por ahí nomás. Porque si hoy hiciste tres goles, quizá en otra oportunidad hacés 4 y el otro te hace 3, es mucho también, pero te sirvió para festejar. Bueno, va por ahí.

En esto de ganar y perder había que ver qué se gana y para qué y qué se pierde y para qué. El amor no tiene red, pero tiende redes. Juan sabía que si volvía con Maite, ganaba un vínculo, era fiel a su sentimiento, se iba a comprobar a sí mismo que podía vivir en pareja y podía echar rienda suelta a la ilusión del amor, por decirlo de una forma simplonga pero efectiva para el caso. Hasta ahí es todo ganancia. Pero, ¿qué perdía? Su independencia, hacer lo que uno quiere sin tener que rendir cuentas (qué feo suena) a nadie. ¿Incluía esto tener una aventura sexual con otra persona que no fuera Maite? Y sí, tendría que ser con otra, pero ojo, que no te pase como en la serie Los Machos Alfa, que al tipo machirulo se le queman los papeles cuando decide casarse con su novia, después de revolcarse con su amante, y la dama, antes de recibir el anillo le dice que para mantener viva la llama del amor hay que tener una pareja abierta. Se picó, ahí sí que se te incendia el rancho y ni prendiste el fuego. No lo tenía muy claro, qué le convenía y qué no. Lo que sí, sabía que necesitaba ir a hablar ya con Maite y sentir in situ qué estaba pasando ahí.

Le mandó un mensajito. No contestó. Ni lo vio. Al rato le salió el doble tilde azul, y se empezó a leer «escribiendo». Y no terminaba más. ¿Va a escribir un libro o un Whatsapp? Juan la había invitado a charlar en el bar La montañita, ubicado a la vuelta de Chucherías, a eso de las 7 de la tarde, cuando salía del negocio. “Hola Juan, qué bueno que escribiste. Hoy vengo un poco complicada de tiempo, me llegó un montón de mercadería de Buenos Aires  y tenemos que ponernos a acomodar todo con Marcela y a remarcar precios, te imaginarás con esta inflación”. Hasta ahí, Juan ya había puesto tres veces «ok, todo bien, no pasa nada», porque ella iba cortando la frase, mandaba un mensaje cada cinco palabras y él se ponía como loco. Hasta que Maite escribió: «Mirá, si querés, yo tipo 9.30 de la noche me desocupo. Así que podemos ir a cenar a La montañita, que tiene menúes ejecutivos. ¿Te parece?». Juan es un romántico, no hay duda. Cuando leyó el «ir a cenar» le volvió el alma al cuerpo y cuando le escribió «te parece» con signo de pregunta la imaginó acomodándose un rulo mientras escribía y se murió de amor.

Pero ¿qué saldría de esa charla? Juan ya tenía pasaje de regreso a Rosario para el otro día, iba a ser la última cena, bueno, tampoco seamos tan religiosamente dramáticos, pero era casi como una despedida, o un hasta pronto o ….embarcarse en un nuevo proyecto juntos, quién lo sabe. Le contestó «dale, perfecto, nos vemos ahí, beso» con un emoji de un corazoncito y ya se puso a pensar qué se iba a poner para la noche. Bah, lo mejor que tenía en la valija, mucho no había. Se clavó su remera básica negra finoli, una camisa de jean con cuello mao y su campera cazadora que alguna vez había comprado en Zara del Alto Rosario. Sabía que había muchas chances de que se cagara de frío por el vientito nocturno de las sierras, pero la pashmina gris acero le iba a resolver el tema y además le ponía onda. Un jean chupin más o menos nuevo, zapatillas negras y chau pichu, a otra cosa mariposa.

Obviamente que llegó antes a La montañita, la ansiedad siempre fue una marca registrada de Juan, y más para estos casos. Encima, los tiempos en las sierras son más laxos. El aire de los paisajes montañosos no te invita a apurarte, todo lo contrario. Y Maite, que ya era colgada en Rosario, había adquirido rápidamente el laissez faire, o si se quiere el let it be, bah, llegaba cuando le pintaba. Sin embargo, a eso de las 9.42, Juan divisó unos rulos más despeinados que nunca, algo mojados todavía, que asomaban a lo lejos. Era Maite, con un jean desteñido y con agujeros en las rodillas, siempre modernosa, una blusa multicolor y un camperón súper abrigado más un chal gigante que le rodeaba el cuello. Es difícil describir todo lo que se le pasó por la cabeza a Juan al verla, pero puso una cara tan indescifrable que Maite le preguntó «Hola Juan, ¿te pasa algo?».  Juan la miró, primero la abrazó y después le dijo: «Tu belleza me pasa». Se largaron a reír los dos, se tomaron de la mano y, en camino al barcito, dijeron la misma frase casi al mismo tiempo: «¿Qué comemos hoy?».

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