Juan se bajó del taxi riéndose del repentismo de ese chofer cordobés, y hasta repetía en voz alta las últimas palabras que había escuchado para incorporar el cantito típico de la zona. «Ah, sos comeeegato, vó» decía como un latiguillo mientras se despatarraba en la cama cómoda de dos plazas de La Posada del Infinito, pavada de nombre tenía el hotel de Capilla.
Por la ventana relojeaba una montañita a la derecha, y había otra más allá a la izquierda. Se sacó sus infaltables Adidas, se quitó una media y quedó en pausa. Se miró un pie con media y el otro descalzo y quedó ahí, detenido en el tiempo. Le ocurre seguido. Nunca sabe por qué, pero llega ese momento de desvestirse y se detiene. Como si alguien le dijera «pará, pará, despacito». Sentado en la cama volvió a mirar el pico de la montaña y ahí mandó la frase matadora: «¿Para qué carajo vine hasta acá si estoy solo como un perro?», se preguntaba para adentro. Ni se animaba a decirlo en voz alta. No le hacía la misma gracia que el cantito del taxista cordobés.
Había leído por ahí que se estaba estrenando una película llamada El triángulo de la tristeza. Ni sabía de qué trataba, tampoco le importaba demasiado verla, pero el título le pegó en el pecho. ¿Cómo se formará el triángulo de la tristeza? ¿Qué tres cosas terribles te tienen que pasar para que estés tan triste, totalmente triste, tan pero tan triste que puedas armar un triángulo con ese sentimiento? ¿Será un triángulo equilátero, isósceles o escaleno, si contemplamos los lados? ¿O bien rectángulo, acutángulo, obtusángulo o equiángulo, si consideramos los ángulos? Ahí se dio cuenta que se estaba yendo al carajo. Pensar en una clase de geometría de la primaria en medio de la soledad más despiadada que se siente en medio de un paisaje cordobés es, al menos, una pelotudez importante.
Pero a Juan le pasaban esas asociaciones libres que menos tienen que ver con la psicología y más con un descuelgue que, a veces, también es necesario, aunque a su querida amiga periodista Laura no le guste la palabra «necesario», porque, realmente qué es necesario y qué no, y para quién, diría ella.
Ya lo decía su otra gran amiga Raquel, trabajadora social y poeta, en una parte de su bello poema Vivir al hilo: “el hilo de la jugada/puntada sin hilo/hilos cruzados/al borde del hilo/al hilo de los labios/vivir al hilo/hilando/hasta dejar de ser ovillo”. Juan estaba viviendo al hilo, llevando el hilo de su jugada en un juego de hilos cruzados. Pero, de verdad, ¿dejará de ser ovillo?
Pensó en llamar a Maite y decidió que no, que no quería mala onda; lo iba a llamar al Panza, pero se dio cuenta que iba a conectarse con el laburo y podía traicionar su “plan vacaciones”, hasta pensó en llamar al gerente de Radio Mercurio para proponerle una salida al aire desde Córdoba, pero no, era parte del laburo y acababa de pensar que tenía que seguir vacacionando, al menos una semanita, ¿tan difícil es? La otra era comunicarse con una empresa de tour capilladelmontense y preguntarle cuánto salía una excursión por las sierras. Pero antes agarró la notebook y se puso a buscar. Y ahí encontró casi de todo. Desde el Cerro Uritorco («¿y si me lleva un ovni?»), hasta El Zapato, que es una tonta piedra con forma de zapato que había visto mil veces de chiquito con su familia; Los Terrones, Los Paredones, El dique El Cajón, y, ah, bueno, El Templo Tántrico Shiva Shakti. Arqueó las pestañas ante tamaño título, tan mal no le vendría un poco de ¿sexo tántrico? ¿Será eso? Ni idea, pero Juan no estaba de ánimo tampoco para explorar esos universos místicos.
Sabía, eso sí, que estaba en medio de algo. O sea, que estaba en medio de esa nube que por momentos no te deja ver absolutamente nada hasta que, en algún fuckin’ momento, todo se empieza a aclarar. Porque siempre después de la tormenta viene el rayo de sol. No es nada nuevo esto, ya lo había escrito Albert Camus en 1953: “En el medio del odio me pareció que había dentro de mí un amor invencible. En medio de las lágrimas me pareció que había dentro de mí una sonrisa invencible. En medio del caos me pareció que había dentro de mí una calma invencible. Me di cuenta, a pesar de todo, que en medio del invierno había dentro de mí un verano invencible. Y eso me hace feliz. Porque no importa lo duro que el mundo empuje en mi contra, dentro de mí hay algo mejor empujando de vuelta”.
Y ya está, nadie lo puede decir mejor que Camus. Eso pensó Juan. Ahí volvió a conectarse con la montaña que esta vez le sonreía detrás de la ventana. Y se dijo, ahora sí en voz alta: «Este es mi verano invencible».