– ¿Cortado o café?
– Cortado, Juan, como siempre, y vos café chico, ¿o no?
– Sí, claro, Maite, café chico.
La moza levantó el pedido, Maite le dijo un gracias de cumplido a la joven, que lo miró a Juan de reojo, limpió la mesa con un trapo rejilla y se fue presurosa a atender a otra parejita que estaba un poco más retirada de la mejor vista del bar. Es que el lugar de los dioses era la mesita de Maite y Juan, de cara a la montaña, con el viento pegando en la cara sin pedir permiso. Parecía la mañana perfecta, hasta que una pregunta inocente, que se suponía que era el preludio de una respuesta obvia, desató el huracán.
– Re lindo el lugar y este barcito recopado pero…¿me extrañaste?
– ¿Eh? Justo estaba respondiendo un mensaje, ¿qué me decías, Juan?
– Dale, Maite, si me escuchaste.
– Sí, escuché la parte del bar copado, pero justo subieron el volumen de la música acá y pasó un camión y no escuché lo último, encima me entró un mensajito de Marcela…
– Bueno, ya fue, era una pavada.
– No, Juan, qué pavada, decime de una vez que me dijiste y listo.
– Pero no, por algo no escuchaste, hay cosas que no se quieren escuchar y a veces es preferible dejarlo así, pero dejá…mambo mío, olvídate, contame algo de cómo la venís pasando acá, salgamos de la pregunta dale.
– No, no, qué salgamos de la pregunta, che, decime de una vez.
– Bueno, che, no era para tanto, te preguntaba si me extrañaste, eso…
– Sí, claro que te extrañé, obvio que te extrañé, pero el tiempo acá me hizo ver también qué cosas de vos extrañaba y qué cosas de vos no extrañaba para nada.
– Epa, a ver…
– Claaaaaaro, por ejemplo que vos te obsesiones con un tema, como la preguntita esta de si te extrañé, y después que me des vuelta y otra vuelta y otra vuelta me la voló siempre y….¡no, flaca, el café era para él y el cortado era para mí! ¡Además nadie te pidió dos medialunas saladas!
La moza se puso bordó como la camiseta de la Roma de Italia, le pidió disculpas, le sirvió el café chico delante de Juan y el cortado delante de Maite, se llevó la canastita de mimbre con las dos medialunas y huyó de la mesa con sus pasos cortitos pero con mayor velocidad y menos sonrisas que la primera vez.
– Epa, Maite, te fuiste al carajo, la piba no tiene la culpa. Es un café, estamos en Capilla del Monte, recién llego, te brotaste por una pavada increíble. Parece que no estuvieras contenta con mi llegada, che.
– Pero no, Juan, no es eso, es que vos me metés presión, todavía no llevaste la valija al hotel y ya tenés la necesidad de saber si te extrañé, si me morí por vos, qué se yo, déjame darme cuenta si te extrañé o no, dame tiempo, tiempo, eso, necesito tiempo. ¿Es tan difícil de entender?
– La verdad que no te entiendo, Maite, hace diez minutos volcaste el mate de la alegría por verme, se te encendió la mirada cuando llegué. Parecías la mujer más feliz del mundo y ahora casi que me estás pidiendo que vuelva antes de llegar.
– Bueno, ahí tenés, ¿no te alcanza con que se me volcó el mate y se me encendió la mirada? ¿Ves? ¿Te das cuenta? Siempre la fatalidad, siempre estás viendo la mitad del vaso vacío. ¿Quién te dijo que vuelvas a Rosario si todavía no llegaste acá? ¿Cómo se te ocurre que te voy a decir que vuelvas? Decime, ¿cómo se te ocurre eso? ¿Por qué siempre tensás la cuerda?
– Vengo de viaje, te sorprendo, me alquilo un hotel hermoso con cama matrimonial mirando la montaña, dejo el laburo por una semana, me hago un montón de kilómetros en micro; vos de pronto te ponés a gritar como una loca por un café y porque no me escuchaste lo que te dije mientras estabas boludeando con el celu sería yo el que «siempre» tensa la cuerda. O sea: ¿yo tenso la cuerda?… Ahh, bueeeeeno.
– Claro, echame en cara que viniste acá, todo es un sufrimiento para vos, mirá cómo me detallás el sacrificio que hiciste para venir a verme, claro, claaaaaaaaaaaaaro, ¿fue un sacrificio todo esto, no?
– No, Maite, no es un sacrificio, es simplemente un acto de amor. Dejá, acá está la plata para los cafés, mejor me voy al hotel a dejar la valija, dejo que te enfríes un poquito, y cuando tengas el termostato adecuado seguimos hablando como la pareja que somos o fuimos, ya no sé qué pensar, qué querés que te diga…
Juan agarró la valija, acomodó nervioso la mochila y se levantó de la mesa con dirección a la Techada. Maite se quedó sin respuesta, con la cabeza baja y la mirada perdida. Juan tomó el primer taxi que pasó y le dijo al chofer: «a la Posada del Infinito». El chofer, sesentón, algo entrado en kilos, con barba sin cuidar y con cara de pocos amigos le dijo: «Lindo lugar elegiste, culiao, siempre le digo a la bruja que la voy a llevar ahí a pasar unos días. Pero nos peleamos tanto que veces me da ganas a mí de rajarme al infinito, qué posada ni posada».
Juan lo miró y no le respondió. Se detuvo en el banderín de Talleres de Córdoba que colgaba del espejo retrovisor y su mente quedó suspendida, como colgada de una nube en la montaña. «Tenés razón, loco, y aunque soy canalla, aguante la T», le dijo. «¿Ah, sos comegato, vos?», le contestó el chofer y se fueron riendo. A veces hay que hacer una pausa para volver a respirar. Y aunque después haya que meter otra vez la cabeza debajo del agua, siempre es bueno tener aire de sobra.