Hubo varias palabritas que puso de moda este Covid 19. Contacto estrecho, distanciamiento social, barbijo doble, protocolo sanitario y también ese oxímorom extraño por el cual ser positivo es malo y ser negativo es bueno. Juan estaba un poco harto de todo eso. No solo de la pandemia, sino de los comportamientos que devienen con la pandemia. Ese gesto de que te miren con cara de que sos un asesino serial si sacaste la basura a la 1 de la mañana sin barbijo, cuando a lo sumo lo que hay en la calle son dos perros, algún dealer y un descuidista que puede estar espiándote en la esquina, es medio como mucho. «Después de esto vamos a salir mejores, las pelotas», decía Foco mientras se hacía un mate que no podría compartir ni con Maite, ni con el Panza y mucho menos con Arantxa, esa mujer perfecta que no existe y por eso es tan perfecta. ¿Y por qué? Por otra nueva palabrita, desde hace un par de días y por cinco días más deberá estar aislado. El Omicrom pudo con su organismo. Gambeteó las dos primeras cepas pero esta le entró al ángulo. Fiebre, decaimiento, mocos, tos, catarro, dolor de garganta, uffff, y ahora está aquí, sin Maite, sin el Panza, sin la radio, aislado dentro de su departamento.
Pero hay algo peor que estar sin contacto social cuando te aislás. Y es que tenés que encontrarte más que nunca con vos mismo. Porque aislarte para afuera te conecta más que nunca para adentro. Estás tan desnudo y desprovisto de estímulos externos que no te queda otra que echarle una pispeadita al tipo que está aislado dentro tuyo. Juan puso play y activó el codificador interno de sensaciones para escanear qué pasaba. Sacó la cabeza por la ventana, le entró un rayito de sol, cerró los ojos, de fondo sonaba la guitarrita suave de Julia, del Álbum Blanco de Los Beatles. «La mierda, una cosa es sentirte solo y otra es estar solo. Pero es peor todavía estar y sentirse solo», pensó Juan, hasta que le entró un mensajito al sonido de ¡piripín!
– ¿Cómo andás, amiguito?
– Panzita, hooola.
– ¿Muchos síntomas?
– Pocos ya, pero sigo decaído.
– (Escribiendo….)
– Uff, dale Panza, ¿estás escribiendo un libro?
– (Escribiendo…..)
– Bueno, ufff
– Lo que pasa es que te tengo que contar que yo también ando con síntomas. Por lo tanto no puedo ir a la radio hoy. ¿Qué música ponemos?
– Mirá, hagamos así, clavemos “Clásicos de rock internacional de los 70s, 80s y 90s en inglés”, está así en Spotify y hay música para hacer dulce.
– ¿Te parece? ¿No será música demasiado conocida ya?
– No importa loco, pensá que habrá mucha gente, como vos, como yo, que tendrá ganas de sentarse a escuchar un poquito de música que le alegre el alma.
– De los tiempos en que éramos felices.
– Ponele, tampoco para llorar de nostalgia, es escuchar aquello para saber que esa música nos hizo felices antes y también nos puede hacer felices ahora, simplemente eso.
– Ponete una escuela, Juan.
– Dale, bolu, dejá de decir pavadas que me sube la fiebre.
– Y yo toso como un pelotudo.
– Entonces deberías toser siempre.
– Daleeeeeeee.
– Bueno Pancita, te quiero amigo, cuidate, querete.
– Abrazooooooo.
Juan dejó el celu sobre la mesa, el sol seguía entrando por la ventana pero con menos intensidad, el mate ya estaba frío. Volvió a agarrar el celu y se fue derechito a los clásicos de los 80 en Spotify. Eligió Hold the line, de Toto, y lo puso al palo en la barra de sonido. Agarró el estuche de los lentes como si fuera un micrófono y empezó a hacerle play back al cantante, mientras revoleaba su melena canosa y coviteada. La felicidad es una terminal llena de trenes, a veces hay que saber subirse a uno, aunque sea en el último vagón.