En una nueva entrega de “Cantoras de ahora”, repasamos la vida de la pianista y cantante riojana, una de las compositoras más respetadas de los últimos años, pero además con una historia fascinante: se fue a estudiar de muy chica a Buenos Aires, tocó en la televisión, vivió en Londres y ahora eligió como su lugar en el mundo a Alta Gracia, desde donde hace y sueña. Su último disco es una verdadera obra maestra.
Por Andrés Fundunklian | doblecentral@gmail.com
El piano suena imponente, así como ella lo escuchó por primera vez. Ahora somos nosotros los que nos dejamos llevar por esas armonías que emanan como primeros brotes después de un crudo invierno. Tímidamente primero, decididos después. Hay una raíz folklórica en esa música, sí. Pero también hay mucho vuelo jazzero y arreglos que remiten a músicas de distintas partes del mundo, como si él o la que los hubiera compuesto fuese un alquimista de los sonidos.
“¿Quién es?”, pregunta un desprevenido. “Es Ana Robles, una riojana que vivió en Londres y ahora se vino para Alta Gracia”, le contesta otro, como si esa presentación explicara la compleja simpleza de su música. A ella parecen no importarle los datos geográficos, mientras se sumerge en el piano y cada tanto larga su voz profunda, esa que es imposible que pase desapercibida.
La relación de Ana con el piano nació desde una edad muy temprana, gracias a su padre. “De chiquita pasaba las mañanas con mi abuela hasta que empecé el jardín de infantes. La vida transcurría en la cocina, con ollas humeando toda la mañana, té con tres cucharadas de azúcar sobre el mantel a cuadros. No eran épocas de televisión, más bien de radio AM. El piano estaba en el comedor, que sólo se usaba para momentos formales como alguna cena de Navidad, rezos de novenarios; siempre estaba impecable, con los muebles lustrados y las cortinas de visillo. Tenía olor ha guardado y unos santos sobre el modular que daban un poquito de miedo con sus miradas de culpa”, recuerda.
Sigue la anécdota: “Mi papá pasaba al salir de la oficina, pero primero si iba al comedor a tocar unos apurados valses antes de llevarme a casa. Así todos los días yo escuchaba el piano, entre los trinos de los pájaros de la jaula grande, pero sólo cuando él venía yo me animaba a entrar al comedor. Nunca sola y mucho menos a sentarme al piano, dándole la espalda a los santos que me miraban. Hasta que un día se ve que un día pude entrar sola y levantar la tapa pesada del piano, y con un dedo índice de preescolar tocar do-do, mi sol-sol, sol-sol, mi-mi. Algo así fue la primera de muchas horas de muchos días sentada en el piano, porque no había juguete que me atrapara más. Así fui sacando una por una las canciones que mi papá tocaba”, relata.
Ana cuenta que la llevaron a estudiar con unas profesoras muy queridas que eran como unas tías y le tenían toda la paciencia del mundo porque ella no quería leer música. De a poco, se fue convirtiendo en una especie de niña prodigio, aunque como sólo tocaba en su casa con la familia, recién al entrar en el secundario con orientación artística supo que tocaba a un nivel bastante alto para su edad y su contexto.
Luego sí comenzó una época de mayor exposición y aprendizaje. “Lo que más me costó fue aprender a estar en un escenario, poder tocar cuando había otra gente y a veces bajo la presión de un jurado”, cuenta con cierto recelo, aunque el recuerdo es bien grato. “Son experiencias que es bueno tener de chico, como cualquier deportista tiene que jugar sus primeros torneos. Por esa época comencé mis primeras composiciones y arreglos, en general música instrumental para formatos pequeños, las banditas con las que tocaba. Siempre me interesó la creación y organización de la música y buscaba maneras de expandir mis conocimientos al respecto”, agrega. El camino ya estaba marcado.
Un mundo por descubrir
Era claro que el talento de Ana no tenía techo, por eso ella y su familia se embarcaron en un gran desafío: ir a estudiar a la gran capital. ¿El destino? La flamante Escuela de Música de Buenos Aires (EMBA), una de las pioneras en su rubro. “En esa época conocí la música de Djavan, Stevie Wonder, Jaime Roos, nombres que me marcaron. Comencé a estudiar jazz y entré en el ensamble de tango de la escuela. Descubrí el teclado como instrumento; era tan pianista hasta entonces. ¡El mundo era tanto más grande de lo que yo conocía! En todo sentido”.
Luego agrega con lujo de detalle: “Escuché una orquesta sinfónica por primera vez en el Teatro Colón, la Filarmónica de Francia tocando la Consagración de la Primavera. Vi a Pat Metheny en vivo y Pedro Aznar venía a hacer clínicas en el auditorio de la escuela, también fui a un concierto de rock en los bosques de Palermo. Antes de Buenos Aires la vida de la música para mí eran sólo las guitarreadas, alguna peña y las muestras de fin de año”.
Por aquellos años, Ana fue protagonista de un programa de televisión que hoy es una de esas joyitas difíciles de encontrar en YouTube.
Así la recuerda: “a través de conocidos de la escuela salieron los primeros trabajos, como pianista en una big band de jazz y en una producción del canal Solo Tango, que se llamó “Mala Yunta” al que venían cantantes más identificados con el rock a hacer dos tanguitos. Ricardo Mollo, María Gabriela Epumer, Claudia Puyó, Fabiana Cantilo y Palo Pandolfo son algunos de los personajes que tuve que acompañar: piano de cola, maquillaje y ¡ropa de vestuario! Todavía no me lo creo”. En los videos apenas se puede ver a una joven pianista; eso sí, sus manos se lucen en varios primerísimos primeros planos.
Aunque en La Rioja había formado una banda anterior (Huayra Huá) con la que incluso llegaron a participar del Pre Cosquín, fue en Buenos Aires donde se animó a tocar y cantar sus primeras composiciones en grupo que llevaba como nombre El Plan. “Con esta última banda empecé a cantar y escribir canciones, de una onda fusión, medio rockera por ratos, pero el folklore estaba siempre colado por alguna rendija”, aclara.
-¿Cómo surge el viaje a Londres y la posibilidad de grabar un disco de canciones de raíz folklórica en un país de habla inglesa? A priori parece un gran contraste, pero está claro que la música brinda esas posibilidades.
-Buenos Aires me había enseñado que el mundo era más grande y que había mucho más allá afuera. Nunca había salido del país y las ganas me picaban ya hacía tiempo. Por aquel entonces pensaba que la única posibilidad de salir era con alguna beca y entonces hice esas audiciones de Berklee en las que si te eligen te dan una especie de descuento en los aranceles para estudiar en Boston. Así que me puse a estudiar inglés y dirigir toda mi energía a esa idea. Como esas puntas que el universo te tira cuando estás enfocado, me salió un trabajo hermoso, en unos cruceros, saliendo del país, teniendo que hablar otro idioma y funcionar de manera súper profesional y con un caché acorde en dólares. Tenía 22 años entonces. Tuve que aprender cientos de temas para el repertorio, se tocaba tres horas todas la noches y yo me iba soltando, de pronto hablaba un poco de portugués y otro poco de inglés. Y me cayó la ficha de que quería tocar y no estudiar. Junté ese dinero, vi luz en Londres y me fui sin pensarlo mucho con mi teclado, el bombo y dos valijas llenas de ropa de verano que jamás usé.
Todo un desafío…
-Una vez en Inglaterra había que aprender a hablar primero, conseguir visa para quedarse, trabajo, lugar para estar. Aparecieron amistades nuevas, ángeles que daban una mano, como una familia nueva para ayudar y contener en una ciudad que intimida tanto como atrapa. Con algunos pocos sigo en contacto aún. Allá empecé a escribir canciones, porque tenía mucha necesitada de contar y cantar. Y siempre se cuelan erres riojanas en lo que escribo, porque además esas canciones eran como un exorcismo de la nostalgia y la sensación de pérdida de la infancia que me había caído tan de golpe con la noticia de la muerte de mi abuela. Las canciones me ayudaban a estar en este nuevo lugar que no era sólo geográfico. Lo cierto es que yo no me propuse grabar un disco así o asá. Fueron las canciones las que dictaron el concepto del primer disco, la lejanía, la soledad y el haber crecido. Busqué los músicos entre los amigos, y armé los arreglos en base con quién contaba. Dejé varios temas afuera que no concordaban con lo anterior, por eso es un disco de nueve temas nomás. Algunos fueron al disco siguiente y otros están por ahí aún esperando.
Pedacitos de cambios
En esos cinco años de periplo londinense, otro hecho que cambió para siempre su vida fue conocer a Nick Homes, saxofonista con amplia trayectoria y que hoy es el padre de sus tres hijos, Mora, Lila y Elliot. “Nick era uno de los pocos amigos ingleses que tenía. Empecé a cantar en un proyecto que él tenía, de música con alguna raíz latina y fuimos amigos casi dos años antes de ser novios. Nos casamos un año después y ambos queríamos una familia. Coincidíamos en que el lugar para tener hijos no era Inglaterra. Argentina siempre estaba para el traste económicamente hablando, pero que había algo con la inclusión de los niños en la vida de la comunidad y los vínculos en general que queríamos que nuestros hijos tuvieran. Así que volvimos a Buenos Aires, donde nación mi hija mayor, y posteriormente a La Rioja, donde nacieron les otres dos”, explica.
Dicen que los discos son como hijos, por eso se entiende que en su tierra natal, además de su segunda hija llegó Pedacitos de agua. “Me costó un poco más. Tenía los temas, tenía la banda y no podía ser. Pasaron casi nueve años hasta que finalmente los arreglos cerraron, la banda cerró, el momento, todo. A veces vale la pena esperar y no apurarse a grabar solo porque ‘hay que’. En Pedacitos de Sol experimenté con una tímbrica, una forma de arreglar y orquestar que me dio pie para lo que vino después”, cuenta.
https://www.youtube.com/watch?v=_Htxs6zkeDg
-Nunca estuviste con tu proyecto propio en el Festival de Cosquín. ¿Cómo te llevás con los festivales? Seguramente ahora que estás viviendo en Córdoba habrás notado que siguen teniendo un peso simbólico importante.
-Mi banda de La Rioja se llamaba Huayra Huá, tengo sólo videos de cinta, je. Ahí empecé con mis primeros arreglos y composiciones instrumentales. En La Rioja ganar el Pre Cosquín lo es todo e incluso algunas agrupaciones se forman para competir y cuando ganan muchas se desarman. Es muy loco que el anhelo musical pase por ganar o no una competencia. Y para mí también lo era, como ir a estudiar a Berklee y otros “logros” por el estilo, que tienen que ver mucho más con el ego que con el arte en sí. La gente que organiza estos eventos sabe que el músico/público traslada la reputación de su nombre o su marca al artista. Ganar estos concursos o tocar en estos festivales no nos hace mejores artistas, pero nos da visibilidad, credibilidad, prestigio, etc. Yo tengo sentimientos mezclados al respecto, siento que mi camino no está ahí. La idea de entretener a un público que no me vino a ver a mí sino a Abel Pintos, me da escalofríos y algo parecido me pasa con las peñas. Mi búsqueda está en otro lado, ahora mucho más relacionada a la composición y arreglos de bandas más grandes, ensambles de cámara, big bands. Busco sacar la música que suena en mi cabeza, y me interesa más encontrar los músicos que la van a tocar que el escenario en la que pueden llegar a sonar. Prefiero que alguno de los intérpretes que me cantan lleven mis canciones para esos flancos, sin tener que exponerme yo. Creo que la música encontrará con quién resonar, sea cual sea la cantidad de público y el escenario, yo le pongo todo a cada nota que escribo, es mi vida.
Esos intérpretes a los que se refiere Ana han traspasado todas las fronteras, lo que puede comprobarse buceando un rato en YouTube: así uno puede toparse con la colombiana Marta Gómez en una bella versión de Pedacitos de agua, que también grabó en un disco.
También Ana suena en un trío de cellistas cordobesas (Gazzo-Menta-Vicente) que plasmaron su tema Lluvia en una hermosa producción audiovisual. O su coterránea “Bruja” Salguero llevando alguna de sus canciones a los festivales de todo el país. La misma Mery Murúa, quien se ha apropiado de otras de sus composiciones, muchas veces tan elogiadas para algunos como enigmáticas para otros. Eso sí, al escucharlas es imposible no quedar hechizado con su magia.
https://www.youtube.com/watch?v=Dd_PnMgx8yA
-¿Cómo es esto de tener más reconocimiento como compositora que como cantora? ¿Cómo te llevás con la parte interpretativa de la voz?
-Me imagino que es por esto de que cuando canto, en general canto mis temas. Siempre me consideré pianista y compositora, que es donde le he puesto más pilas a mi formación. Sin embargo, considero la voz lo primero que llega a la audiencia. Es ahí donde está la atención principal y todo lo demás está para vestir ese cuerpo. Me costó trabajo encontrar un lugar técnico para cantar donde no me lastimara (¡antes me quedaba disfónica en el tercer tema!) y pudiera decir con la interpretación, levantar la vista del teclado y conectar con el público. Le tuve que darle pelea a la timidez e inventarme una persona nueva que está en el escenario y es cantante. ¡Ahora me encanta! Me gusta mucho el tema del relato, contar el origen de las canciones, darle al que escucha la punta del ovillo, también con un poco de humor.
El tercero, en Córdoba
Después de un proceso de financiamiento colectivo, este año finalmente llegó Sabe el viento, el tercer disco que fue grabado en otra ciudad diferente, en este caso Córdoba. En estas canciones, uno se topa con una Ana a la que se la escucha mucha más segura con su voz y con ganas de explorar aún más en un amplio abanico de sonidos. “En este último disco seguí experimentado con los instrumentos de cuerdas y las maderas (flauta, clarinete y clarón) y es una sonoridad que me encanta, me resulta muy versátil en cuanto no te condiciona geográficamente la escucha, si no que puede usarse en muchos estilos, y que no hubiera encontrado si me apuraba. Los discos necesitan dedicación, como los hijos, tienen sus tiempos y hay que saber esperar y escuchar lo que piden. Ahí es donde está el tesoro, en la paciencia”, sostiene.
Otra revelación de Sabe el viento, es que por primera vez Ana se animó a publicar una chaya, el ritmo emblemático de su provincia. Alaridos suena a ritual, pero también a sacarse algo bien de adentro, ideal para los tiempos que corren. El disco también suena a sonido síntesis y mucho tiene que ver un nuevo cambio en la vida de ella y su familia, instalada hace un año y medio en Alta Gracia. “Como todos los viajes comienzan mucho antes de pisar el suelo nuevo. Ya hacía tres años que las flechas apuntaban para Córdoba y que La Rioja tenía una sensación de haber cumplido una etapa. Había tenido que volver a mis pagos, un proceso que tenía que hacer, cerrar el círculo de haberme ido tan chica. Estaba sintiendo que los vientos cambiaban y que necesitaba salir, volver a tocar, a escribir, a viajar. Es que yo había estado muy metida en mi maternidad, en la docencia, un trabajo más hacia adentro. Y llegó un punto en que no pude esquivarlo más, me veía en los próximos diez años haciendo las mismas cosas y me sentía atrapada”, manifiesta.
Uno de los motivos que la llevaron a dejar La Rioja es que no encontraba músicos que pudieran comprometerse con su proyecto. “Soñaba con escribir música para formaciones más grandes, cuerdas, vientos, bronces; orquestar mis canciones y también terminar de componer mucha música instrumental que tengo a medias. Pero no veía la posibilidad de encontrar músicos entrenados en esa materia, ya que casi no hay formación de cuerdas allá y lo que hay de vientos en su mayoría tienen entrenamiento para tocar en banda militar. Además de que intentamos con mi compañero varias veces organizar algún tipo de Big Band sin éxito, era muy frustrante. Entonces decidí seguir el sueño, seguir las mariposas como digo a veces, y aquí en Córdoba encontré agua para llenar la pileta. Evaluamos varias ciudades con Nick, ya que él es más organizado para tomar las decisiones, ¡yo salto nomás y que alguien me ataje!
-¿Cómo ves el panorama actual de música de raíz folklórica? Pareciera que hay varios submundos dentro de este gran paraguas que sigue siendo el folklore, muchas veces lleno de etiquetas y prejuicios.
-Creo que por suerte es un género que se renueva permanentemente, que evoluciona y se expande. Aunque a veces cuesta que propuestas originales o incluso vanguardistas tengan visibilidad. La música nueva está pero, como siempre, va por un canal muy paralelo al mainstream. Las redes ayudan, las plataformas de streaming también y eso crea públicos y espacios alternativos para estas músicas, por lo menos hasta que logren ser aceptadas más a gran escala. El folklore se cuela por las rendijas del jazz y el rock, y afortunadamente está la canción de autor que cruza géneros sin prejuicios. Creo que las etiquetas bien usadas no son malas, especialmente si se permiten etiquetas múltiples que dan una ayudita al oyente al encontrar en la propia memoria con qué asociar lo nuevo. Pero este rótulo debería ser flexible, permitir el cambio y la sorpresa, y sobre todo no juzgar una música por lo que no es. Nadie cuestiona hoy a músicos como el Cuchi Leguizamón, sin embargo en un momento sus oncenas aumentadas le deben haber dolido a más de un “folklorista”.
A fines de agosto de 2019 se confirmó que Ana ganó una Beca Creación del Fondo Nacional de las Artes para crear nueve arreglos de coro, big band y cuarteto de cuerdas que luego van a estar disponibles para descarga gratuita